Había nacido con un defecto en las piernas. Desde ese instante, Vicente dijo que su hijo haría precisamente todo lo que le dijeran que no podía hacer. Astor Piazzolla cumplió con creces. Y el día que su padre murió, le regaló a él y al mundo una de las cosas más bellas jamás oídas: Adiós Nonino. Esta es una historia de amor.

Ilustración de Gabriela Copa / Colectivo Amuyayaña

Vicente Piazzolla nació en Mar del Plata, pero su papá no. El papá de Vicente nació en Italia, era marino. Su barco naufragó en la costa de una Italia que aún no se montaba en los ferrocarriles de las revoluciones industriales y naufragaba también. Eran los años ochenta, pero de mil ochocientos. En otro barco, que ya no era suyo, Vicente supo llegar hasta Mar del Plata, al sur de América Latina. Entre otras, tenía como aficiones tallar en madera y tocar el acordeón, dato que cabría recordar, porque su hijo iba a heredar esa habilidad con la madera y su nieto iba tener algo que ver con los instrumentos de fuelle.

Vicente nacería en 1893, en las orillas de un siglo XX en el que quien no lloraría no mamaría y en el que quien no afanaría sería un gil. Pero él no sería de esos, él tendría una bicicletería, negocio próximo a su gran pasión: las motos. Acá la cosa se pone interesante, porque las grandes historias se construyen a partir de infinitas casualidades, de datos aparentemente inconexos que iluminan la niebla del presente hasta hacerse destino. Cuando esto sucede, nos damos cuenta que muchas de las grandes historias tienen que ver con la música y todas ellas tienen que ver con el amor.

Como a Vicente le gustaban las motos, se la pasaba comprándolas y vendiéndolas. Le vendió una a Astor Bolognini, violonchelista de reconocida trayectoria. Los Bolognini eran una familia muy musical, por decir lo menos. Ennio, su hermano, llegó a ser considerado, nada menos que por el propio Pablo Casals, como el chelista más talentoso que escuchó en su vida. Su otro hermano, Remo, tocaba el violín. Así llegó a ser concertino en la Filarmónica de Nueva York, la Orquesta Sinfónica de Chicago y en la Orquesta Sinfónica de la NBC, bajo la batuta de Arturo Toscanini. ¿La música lleva a la amistad o la amistad a la música?  Quizás no haya respuesta, pero baste mencionar a algunos de los amigos de los Bolgnini para pensar en si las compañías definen destinos: Jascha Heifetz, Vladimir Horowitz, Maurice Ravel, Enrico Caruso, Giacomo Puccini, Arthur Rubenstein, Andrés Segovia y Vicente, claro. Y él amaba la música. Cuando no corría motos, se iba al Teatro Odeón. Allí vio y escuchó a quien sería su ídolo: Carlos Gardel.

Estas líneas pretenden ser un rompecabezas. Así que es importante reparar en los nombres del párrafo anterior. Porque la amistad propone laberintos; la vida, tarde o temprano, se transforma en un tango, y su clave —es importante insistir en esto— es el amor.

En 1921, Vicente tuvo un hijo. Hace cien años. Era, según dicen, “bueno como un pedazo de pan y nunca lloraba, pero dormía poco”. Un defecto en su pierna derecha obligó a que fuera sometido desde bebé a severas intervenciones quirúrgicas, que entre otros resultados determinaron que quedaría con una pierna más corta que la otra y que la esposa de Vicente no se atrevería a tener más hijos. Él, en cambio, se rebelaría ante cualquier limitación que este evento tratase de imponer. Se propuso que su hijo haría todo aquello que le prohibiesen hacer. Si le prohibían nadar, Vicente lo mandaría a nadar. Si le impedían correr, Vicente lo mandaría a correr.

Ilustración Gabriela Copa / Colectivo Amuyayaña.

Una máxima de Kundera reza: la vida está en otra parte. Vicente también lo creía y se marchó, junto a su familia, a Nueva York. Le habían contado que allí se vivía bien. Corría el año 1925.

Allí se hizo de varios oficios. Escondía whisky en el sidecar de su moto y lo contrabandeaba hasta Nueva Jersey, en plena vigencia de la ley seca. Aprendió también el arte de la peluquería, mientras el comercio ilícito de alcohol pavimentaba la consolidación de las cinco familias de la mafia italiana en Nueva York. De hecho, el establecimiento en el que Vicente trabajaba pertenecía a un inmigrante siciliano llamado Nicola Scabuttiello, quien desde su pequeño imperio coqueteaba con las ligas mayores de la cosa nostra. Además de peluquero, Vicente se hizo su hombre de confianza. Cualquier cosa para sacar adelante a su familia. Pero la vida, de por sí violenta de Nueva York, tenía sus demandas y estas se metían en la casa de Vicente. Así, enseñó a su hijo a boxear para defenderse y cuando cumplió ocho años, le regaló un par de guantes de box. Compró también un cuaderno para anotar sus progresos y mientras anotaba cosas como: “Mi hijo va a llegar lejos. Vale mucho. Sé que cuando se propone una cosa, la hace y bien”; su hijo empezaba a ganarse fama de ágil con los puños. Bajo el mote de Lefty fue echado de dos colegios por peleador. Como el propio hijo bien diría más tarde: “Nueva York me hizo hombre. Recibía golpes y los devolvía”. Eso se notaría más tarde en su temperamento y, muy especialmente, en su oficio.

Bajo el mote de Lefty fue echado de dos colegios por peleador. Como el propio hijo bien diría más tarde: “Nueva York me hizo hombre. Recibía golpes y los devolvía”. 

Al mismo tiempo, Vicente, igual que su propio padre, aprendió a defenderse con el acordeón y la guitarra; a tal punto que solía tocar en los festivales de la comunidad italiana en la ciudad. Una tarde, paseando por Manhattan, en una tienda de artículos de segunda mano encontró un bandoneón. Pagó los dieciocho dólares que por él pedían y se lo regaló a su hijo. Vicente llegaba cada noche a casa y su ritual nocturno le exigía inmediatamente poner un disco en el fonógrafo; habitualmente Julio De Caro o Gardel. Con frecuencia la emoción le ganaba la pulseta a la vergüenza torera, más de un furioso pétalo de sal asomaba en su mirada. Seguramente era a causa del bandoneón. Vicente se había propuesto presentarle el tango a su hijo; esa cosa de padres, de querer a los hijos a través del propio reflejo. “Por darle el gusto a mi viejo, yo traté torpemente de aprender. Y era espantosamente malo”, diría muchos años después el hijo de Vicente.

El 29 llegó con su Gran Depresión. Vicente regresó a Mar del Plata y puso la primera peluquería con máquinas eléctricas y secadores para pelo, todo muy moderno. Pero la mano venía mal barajada en el mundo entero. Tuvo incluso que vender su moto. Acorralado y con el bienestar de su familia en la cabeza, debió regresar una vez más a Nueva York. Es difícil precisar cuán importante fue este regreso para la familia de Vicente y para la música del siglo XX. Quizás, cuando se trata de hacer las cosas bien, estas terminan resultando bien, aunque no se note y sea obra del azar.

Y en ocasiones la suerte tiene un nombre polaco: Sommerkovsky. Así se llamaba quien sería el cómplice de su hijo. Con él se disfrazarían de adultos, enfundados en largos abrigos y discretos sombreros, e irían hasta Harlem a escuchar a Cab Calloway y Duke Ellington. Se enamorarían del jazz. Tanto así que él y su amigo tratarían de robar una armónica. La policía los descubriría. Su escape, ya camino a la comisaría, incluiría silbidos de distracción y brincos a camiones en contramano. Vicente, ajeno a esta historia pero atento a su hijo, le conseguiría una armónica. Pronto se enteraría que su hijo y amigos se paseaban por las calles en las que trabajaban los lustrabotas, bailando tap al ritmo de la flamante armónica y pasando luego el sombrero. Vicente recurriría al cinturón, su hijo no podía estar pidiendo monedas en la calle.

El hijo de Vicente estaba ya enamorado del jazz, lo sabemos. Su padre era indulgente con sus romances sin dejar de insistir con el tango y el bandoneón. Pero un nuevo amor estaba por llegar. Vicente encontró un nuevo maestro de música: Béla Wilda, un pianista húngaro que había sido alumno de Sergei Rachmaninoff. Wilda no conocía el bandoneón, pero arreglaba las partituras de piano para que el hijo de Vicente pudiera ejecutarlas en su fuelle. Pese a ello, lo que realmente obsesionaba al hijo de Vicente era escuchar los ejercicios de piano de su maestro. Una música nueva, una iniciación y como todo buen amor: una obsesión. “Me enamoré de Bach, me puse loco”, confesó su hijo después. Hipnotizado por las estructuras y polifonías de esta música, aprendió al fin a leer música para poder decodificarla. No sé si la vida antes era más corta o si en ella cabía más, pero todo esto sucedía en la vida de un niño de trece años.

Para que vaya quedando más en claro que la vida no es sino una suma de accidentes milagrosos, el 18 de diciembre de 1933 llegaría a Nueva York el célebre, el mago: Carlos Gardel. Vicente lo idolatraba. Presa de su fanatismo, talló una figura de madera en la que un gaucho tocaba guitarra, le grabó una leyenda y le ordenó a su hijo llevarla al sitio en el que el ídolo se alojaba. Una vez allí, el hijo de Vicente se acercó a un hombre y le preguntó en inglés por Gardel. El hombre respondió en español, era Alberto Castellano, acompañante de Gardel y Alfredo Le Pera en su paso por Nueva York. Alberto había extraviado la llave del departamento en el que los tres se alojaban y le pidió al chico que se cuele por una ventana. Así lo hizo, siguiendo las instrucciones de Castellano: “Gardel es el de la pijama azul con pintitas blancas”. Se topó primero a Le Pera, pero el encuentro no le hizo mayor gracia al gran letrista del tango. Gardel en cambio, lo tomó mejor. Agradeció el regalo de Vicente y lo cambió por un desayuno y dos fotos autografiadas, una de ellas dedicada a Vicente, quien la iba a atesorar hasta el día de su muerte. La suya, no la de Gardel, quien moriría poco más de un año después de este encuentro, en un accidente aéreo en Medellín. El hijo de Vicente pudo haber estado en aquel avión, ya que el propio Gardel le pidió que lo acompañase como su asistente personal. Vicente se negó rotundamente, podría idolatrar al Zorzal, pero su hijo era su hijo, y para él quería otra cosa. Vicente no sintió alivio por el que pudo ser el destino de su hijo, lloró a su ídolo. No en vano Vicente amaba la música y no en vano el tango se ha metido una vez más en nuestra historia. Vicente, en su momento, insistió a su hijo para que le mostrara a Gardel sus habilidades con el bandoneón. El hijo así lo hizo, tocó para el astro y su veredicto fue: “Mirá pibe, el fuelle lo tocás fenómeno, pero el tango lo tocás como un gallego”.

Una vez allí, el hijo de Vicente se acercó a un hombre y le preguntó en inglés por Gardel. El hombre respondió en español, era Alberto Castellano, acompañante de Gardel y Alfredo Le Pera en su paso por Nueva York.

En 1937 Vicente había establecido a su familia en los Estados Unidos dignamente, pero Ítaca siempre asoma. Era hora de regresar a Mar del Plata. La familia entera llegó en buque a Buenos Aires y Vicente y su hijo se fueron hasta la costa en moto. Ya en casa, abrió un bar y una bicicletería. El bar se llamaría Nueva York, la bicicletería llevaría su apellido y estaría cargada de destino. El hijo de Vicente tenía que jugar nuevamente de argentino, aunque hablaba mejor inglés que español. El tango había tomado por asalto las radios argentinas, su época dorada había empezado. Vicente le ponía a su hijo discos de Pedro Maffia, procurando reavivar su interés en el bandoneón, pero el hijo contaba: “Tenía en mi cabeza a Bach, a Schumann y a Mozart, y muy poco tango”. Mas la sangre, siempre asoma.

La historia que sigue es por demás conocida. El hijo de Vicente pasaba horas pegado a la radio, la escuela evolucionista del tango empezaba a sonar, y ese tango sí se le hacía atractivo. Cuando no escuchaba tangos en la radio, cuando no estudiaba partituras de Gershwin o Stravinski, cuando no escuchaba a Gillespie, tocaba el piano y el bandoneón. Ni bien cumplió 18 años se fue a Buenos Aires a probarse como músico. Vicente le dio cincuenta dólares conminándolo: ¡Cuando te lo hayas gastado todo, te volvés! Pero no iba a volver.

Tocó hasta llegar a ser el primer bandoneón de la orquesta de Pichuco. Vicente se asustó, la noche, ese ambiente. Se subió a su moto y se fue hasta la casa del mismo Pichuco. Cenaron juntos y Vicente le imploró: “Usted es mucho más grande que mi hijo. Cuídemelo, por favor”. Tiempo después su hijo conocería a una joven pintora, la cortejaría y pediría su mano en matrimonio. En una carta que el hijo le escribiría a su novia desde Montevideo se resumen sus pasiones: “Estoy locamente enamorado de vos, y todo el mundo lo sabe. Dios mío, es lo único en lo que pienso, en ti y en la música, que son las cosas que más quiero, y mis padres también”. Vicente, que lo que más quería en el mundo era a su hijo, al enterarse del compromiso recorrió en moto nuevamente la ruta hasta Buenos Aires para conocer a la prometida: amor a primera vista. El hijo se casó e hizo abuelo a Vicente. Diana y Daniel serían sus nietos. Vicente le regaló al flamante hogar de su hijo mil pesos para muebles, y como manda la tradición italiana sus nietos lo llamarían Nonino. Vicente atestiguó cómo su hijo empezó a escuchar y a escribir tango de una nueva manera. Pocos lo apreciaron. El mundo del tango impuso su fallo: ¡Eso no es tango! Pero Vicente le había dejado en claro algo: debía hacer aquello que le prohibiesen hacer.

Ilustración Sol Alfa Osorio / Colectivo Amuyayaña.

Cada año, el último día de clases, imponía un traslado inmediato a Mar del Plata. Vicente iba a buscar a sus nietos en su Citroën negro del 47. Su hijo con su esposa se les unirían después. Vicente había expandido su corazón, no sólo mimaba a sus nietos con locura, quienes gozaban de un montón de delicias durante su vacación, disfrutaban de sus propias bicicletas, pizza por las noches en lo de Pepino, helados a discreción en el Lombardero; Dedé, la esposa de su hijo, también se había robado su corazón. “Me quedo con vos”, le dijo Vicente en una ocasión, ante la hipotética situación de que le dieran a elegir entre los dos.

El hijo de Vicente se probó como compositor clásico por elección y como arreglista y compositor de bandas sonoras por necesidad. Decidió irse a París a continuar sus estudios. Dejó a los chicos con su abuelo y se fue a estudiar con Nadia Boulanger, discípula de Fauré y condiscípula de Ravel, amiga íntima de Leonard Bernstein e Ígor Stravinsky, y mentora de Burt Bacharach y Quincy Jones, entre varios.

Una vez en casa se impuso la tarea de renovar la música en su país, dispuesto a provocar un “escándalo nacional” armado de su octeto como si fueran “ocho tanques de guerra”. Pero nadie es profeta en su tierra. Tuvo que seguir los pasos de su padre y marcharse a probar suerte a Nueva York. Allí alquiló un departamento para toda la familia y se agenció un piano vertical sobre el que colocó una fotografía de Vicente, quien le enviaba dinero para ayudarlo a establecerse. La consagración reculaba, pero su música iba contaminando el organismo universal como un virus silencioso. Ya en 1959 conoció a quien sería uno de los más célebres bailarines de tango, Juan Carlos Copes y a su pareja María Nieves. Copes, admirador de su trabajo, le propuso una colaboración y se fueron juntos de gira.

La noche del 13 de octubre de 1959, cuentan Copes y Nieves, por vez primera durante la gira, Astor, el hijo de Vicente, los tomó de las manos cuando salían al escenario para el saludo final. Jamás olvidarían la fuerza con la que Astor se había aferrado a ellas. Estaban en Puerto Rico, a miles de kilómetros de Mar Del Plata, donde no podría pronunciar un adiós que habría sido igual de imposible de haber estado juntos en una misma habitación, a medio metro de distancia. Vicente Piazzolla , el “Nonino”, había muerto ese mediodía en casa, de forma repentina y serena. Su esposa le leía una carta. Cuando alzó la vista, Vicente ya no respiraba. Se había caído de una bicicleta y el accidente le había provocado una herida en la pierna; allí había empezado una muerte innecesariamente prematura. Astor lucía triste pero entero. Ya en Nueva York, incapaz de esquivar a su infancia, a su adolescencia, a la foto arriba del piano, supo que hay distancias que seguramente nunca nos perdonaremos. Todos tenemos un centímetro, un metro infinito pendiente. Y no hay como franquearlo… ¿o sí?

El nieto de Vicente, Daniel, resumió así el momento que le regaló al arte del siglo XX uno de sus eventos estelares; aquel momento que seguramente Astor habría cambiado, sin dudar, por cinco minutos con su viejo, por uno de sus abrazos, por un helado con él en el Lombardero o una pizza en lo de Pepino, por una carrera en moto, por agradecerle por su primer bandoneón, por poder, al menos, despedirse: “Papá nos pidió que lo dejáramos solo. Nos metimos en la cocina. Primero hubo un silencio absoluto. Al rato oímos que tocaba el bandoneón. Era una melodía triste, terriblemente triste. Estaba componiendo Adiós Nonino”.

“Papá nos pidió que lo dejáramos solo. Nos metimos en la cocina. Primero hubo un silencio absoluto. Al rato oímos que tocaba el bandoneón. Era una melodía triste, terriblemente triste. Estaba componiendo Adiós Nonino”.

Esta historia sigue, pero quisiera detenerla acá. Por mis propias razones he escuchado esta pieza con obstinación desde el segundo día de este año. Cientos de veces en decenas de interpretaciones, procurando entender a Piazzolla como lo hacía mi más querido maestro de música. El motivo de la obra, creo haberlo escuchado por primera vez, cuando este maestro al que les refiero, llevó a casa una copia de Maquillaje de Adriana Varela. En aquel disco hay una versión perfecta de Balada para un loco, cantada a dúo por La Gata y El Polaco. Al final, cuando ese tango se transforma nuevamente en un vals, y todo es loca vos y loco yo, el bandoneón se confunde con un violín que de a poco empieza una plegaria a Nonino. Mi ignorancia me hacía creer que así se resolvía ese tango, mientras Varela aludía a la despedida de la melodía con voz conmovedora: “Gracias Polaco, por dejarnos volar con vos… gracias”. Goyeneche había muerto poco antes de que saliera el disco. Yo, al escucharla, no podía evitar llorar. No soy de llorar yo. Lo que no sabía aún era que esas lágrimas pertenecían al futuro.

En una ocasión fuimos a escuchar a una orquesta de tango, él, mi madre y su madre. Durante el concierto le pidió al bandoneonista Adiós Nonino. El músico con elegancia le respondió algo así como “yo me animo con tangos simplemente, con tangazos del maestro aún no”. Esa pieza y Piazzolla nos sobrevolaron siempre. Sonaba en el disco con el cual despedimos a su madre. Lo escuchamos siempre, pero me faltaba entenderlo. En uno de los tantos videos que puse en youtube en estos días, cuando ya mi alma había decodificado algo de esta música tierna y salvaje a la vez, leí un comentario que resumió el dilema. Parafraseo, porque no lo encuentro: tuvo que morir mi viejo para que pueda yo entender…

Por eso esta historia trata de Vicente. No pretende explicar la obra ni su génesis. Tampoco los inicios de la carrera de Piazzolla, Astor. Se trata de Vicente, un padre, porque algunas historias se construyen desde antes, en algún sitio del árbol genealógico de los protagonistas “oficiales”. Se trata de la amistad y de cómo ésta contamina la grandeza de la vida. Se trata de la música en su versión más íntima y casera. Se trata de despedidas imposibles. Una apología de lo poco casual que es la casualidad. Yo les voy a hacer la confidencia de que mi más querido maestro de música tocaba el acordeón; incluso cuando no podía colgárselo encima, sus dedos tecleaban en el aire. Mi más querido maestro de música profesaba la religión de la amistad por casi sobre todas las cosas y le aconsejaba esa fe a quienes quería. Mi más querido maestro de música era padre de tres hombres. Mi más querido maestro de música estaba loco por ella e idolatraba al hijo de Vicente.

Yo, que apenas sé de música, pero que realmente quería mucho a mi maestro, lo quiero; me parece que de a poco voy entendiendo. Quizás nadie haya llegado hasta esta línea, quizás esa era la idea. Porque a veces se escribe para nadie y eso es más importante que cualquier otra cosa. Porque quien más quisiera que lea estas líneas, no puede ya hacerlo… ¿o sí? Por mientras, desde un sitio en el que nunca cabrá una despedida, voy a permitirme anotar: Gracias tío, por dejarnos volar con vos. Gracias.

Autor

  • Juan Manuel Finot

    Economista. Le gustan los puentes y los faros. El sonido de la lluvia le devuelve la paz. Habría hecho muchas cosas, pero cuando niño vivía en una casa llena de libros y discos. Se distrajo.