Trepamos en moto dentro de la favela, zigzagueando por las curvas empinadas hasta llegar al pie del morro, donde comenzaba el sendero. Dos horas de escalada después, estábamos en la cima, acariciando con la vista cielos, mares y montañas: un festín absoluto. Río de Janeiro es a los ojos lo que el amor es a un alma en pena.

La orla —ese borde mágico entre tierra y mar— termina en un morro de dos cabezas: los Dois Irmãos. Dos gemelos, no idénticos, que son testigos impasibles de una de las bellezas más exuberantes del planeta.
Con el sol apenas asomando, llegamos al límite de la favela de Vidigal, que se oculta entre dos de los barrios más exclusivos de Río: Leblon y São Conrado. Como algunas favelas “privilegiadas”, se ha convertido en un imán para turistas en busca de aventura o experiencias fuera del circuito habitual.
Aunque sigue siendo una favela, esta es considerada “segura”; bajo vigilancia permanente de la policía y un vecindario organizado, y tan famosa que celebridades como Madonna y David Beckham han comprado propiedades en sus intrincadas colinas para deleitarse con las vistas incomparables.
Pero en Río, pronto se aprende que una favela es siempre una favela, con sus propios códigos: cuídate y mantén los ojos bien abiertos. Para ascender el Morro Dois Irmãos —su gran atracción— primero hay que conseguir un taxi dispuesto a internarse en la favela y, una vez dentro, seguir sus reglas: utilizar el transporte local (no es recomendable ir en vehículo propio) y nunca fotografiar personas o espacios públicos sin permiso.
La favela comienza en una pequeña plaza, punto de encuentro y partida. De día, rebosa de puestos de bikinis y cangas (pareos de playa); de noche se enciende con el ritmo del funk carioca y la fiesta se desborda sin horario. Desde allí parten decenas de motos que llevan a los caminantes hasta el inicio del sendero, en lo alto del barrio.
Hacer la caminata de noche para recibir el amanecer en la cima es una moda creciente. Prudentemente, elegí la luz del alba: lo escarpado del terreno no me habría permitido llegar ilesa a la punta en plena oscuridad.
El Morro Dois Irmãos no es una montaña más de la Bahía de Guanabara. Su altitud (533 metros) supera al Pan de Azúcar (395 m) y no alcanza al Corcovado (704 m). Pero aquí, más que el tamaño, lo que importa es su actitud: esa mezcla de discreción y complicidad, vigilando en silencio toda la costa sur de Río.
Tras unos tres kilómetros de caminata —que pueden durar más o menos según las fuerzas de cada quien— se alcanza la cumbre y se abre un espectáculo inolvidable: Leblon, Ipanema y Copacabana a tus pies, la Laguna Rodrigo de Freitas, la Pedra da Gávea, el Cristo Redentor, la favela Rocinha y São Conrado, todos desplegados como un mosaico multicolor y multiforme.
Un visitante asiduo es capaz de reconocer desde lo alto cada pedacito de la cidade maravilhosa, radiante en días soleados o misteriosa bajo las nubes. Algunos se lanzan en rappel para abrazar la piedra en un cuerpo a cuerpo íntimo; otros se atreven a volar en ala delta, cual Juan Salvador Gaviota, desplegando sus alas desde ese cielo infinito.
El paseo es también una lección de biología: el parque natural alberga especies en peligro de extinción, como la “orquídea de las canteras”, el “anturio de las piedras” y la “velózia blanca”, además de diversas bromelias. Entre la fauna local se encuentran micos-estrella (Callithrix penicillata), ardillas (Sciurus vulgaris), zarigüeyas (Mephitidae), murciélagos (Microchiroptera) y aves como la lechuza orejuda (Asio clamator), el gavilán pollero (Buteo magnirostris), el carpintero campestre (Colaptes campestris) y la mariposa Morpho peleides. Todos ellos, en un desfile natural, reciben al visitante con la acostumbrada hospitalidad del carioca.
El Morro Dois Irmãos también ocupa un lugar destacado en la cultura brasileña. Chico Buarque lo menciona en su canción Morro Dois Irmãos (“Dois Irmãos, quando vai alta a madrugada / E a teus pés vão-se encostar os instrumentos”), y Antônio Cícero lo evoca en la letra de Virgem, interpretada por Marina Lima. La cantante Adriana Calcanhotto reveló haberse inspirado en la iluminación artificial instalada en el morro en 1995 o 1996 para componer la canción Âmbar, escrita por encargo de Maria Bethânia.
De modo que, asiduo o forastero, la experiencia de quien conquista ese morro es siempre de contemplación y sobrecogimiento.
Río ha perdido la cuenta de sus títulos de belleza. Ya no compite: ha sido eximida de concursos y ha llegado incluso a abusar de sus atributos naturales, consumidos día y noche por cientos de turistas. Pero junto a su potencia estética, Río es también diversidad: una ciudad libre, abierta, inclusiva.
Mientras el mundo debate si temer más al libertinaje o al puritanismo, en Río todos conviven, revueltos y sin mayores dramas. Gordos, flacos, jóvenes, viejos, hombres, mujeres y toda categoría posible en el arcoíris caben y se respetan, sin atrapalhar (estorbar) a nadie.
El 3 de mayo, mientras me despedía una vez más —y espero que no para siempre— de la ciudad que más amo fuera de mi terruño, Río se preparaba para recibir a Lady Gaga. Ese sábado, la estrella se presentaría de forma gratuita en la playa de Copacabana.
Exactamente un año atrás estuvo, también gratis, otra diosa de la música contemporánea: Madonna, quien reunió 1,6 millones de personas de acuerdo a las autoridades de la Prefeitura de Rio de Janeiro.
Esta vez se esperaba que esa cifra sea superada y así fue. La edición del 4 de mayo de Folha de Sao Paulo reporta que “2,5 millones de personas se dispersaron por la arena para escuchar a la artista”. Ha sido el mayor concierto en la vida de la cantante norteamerica, y ella lo reconoció con lágrimas de emoción.
Desde el Carnaval, hasta conciertos como Rock in Rio, la capital carioca acoge y después pregunta. En esta oportunidad la comunidad LGBTQ+ fue la protagonista: de todos los rincones de Brasil y el mundo llegaron millares de fans para ver a Gaga, ícono de esta comunidad y defensora reconocida de causas sociales.
Es en días como este que Río de Janeiro muestra otra de sus mejores caras: la hospitalidad sin condiciones, la tolerancia sencilla, la inclusión sin aspavientos, la libertad genuina. Puede parecer poco, pero es mucho en un mundo que cada vez se vuelve más hostil y sectario.
Estemos o no de acuerdo, siempre es mejor que sobre a que falte. Y eso es Río de Janeiro: un festín de belleza en todas sus formas, las del paisaje y las del alma.