¿Qué sucede con el movimiento social que estalló en Chiapas hace 31 años? ¿Cómo lo viven las mujeres jóvenes hoy mismo? ¿Qué relación hay con la decisión de muchas de no ser madres todavía? Las preguntas surgen en el lugar donde se organizó un encuentro de arte para pensarlo más allá del capitalismo.

I.
Ninguna tiene hijos. Eso es lo primero que me llama la atención al hablar con cinco amigas del caracol 5 [NdE caracol es una región territorial administrativa de las comunidades autónomas zapatistas], municipio de Roberto Barrios, en este encuentro internacional de arte que organiza el zapatismo. Tienen veintitrés años, no tienen hijos y por ahora no eligen tenerlos. Tampoco pareja, dice una escondiéndose detrás de otra entre risas. Ya oscureció y las pocas lamparitas cercanas muestran cierta complicidad que deja inmiscuirse a la posibilidad de que esa segunda respuesta no sea demasiado fiel a los hechos. Noto un dejo de timidez y gracia. Pero las miradas son certeras, firmes, determinantes. Es de noche y pronto va a comenzar el baile que cierra la larga jornada de presentaciones artísticas en el Encuentro Revel y Rebel Arte que convocó el movimiento zapatista con la intención de reunir artistas nacionales e internacionales para pensar el arte por fuera del capitalismo. Es abril del 2025, ya se cuentan 31 años del levantamiento y ellxs siguen pensando formas de construir comunidad por fuera del capitalismo. Subimos para que no nos sorprenda con el estómago vacío.
Ellas comen elotes untados con mayonesa y chile y se ríen tapándose la boca ante mis preguntas. Cuando les pregunto si tienen hijxs y me contestan con firmeza que no, me siento ridícula.
Acá, en la entrada del Caracol, hay varias familias vendiendo comida preparada y se encuentra el comedor en común organizado por jóvenes de varios caracoles. Al lado nuestro, una señora está eligiendo uno a uno los elotes para vender. Los toma con pinzas, los gira y muestra sus dientes carnosos y desprolijos. Es que los maíces ancestrales son así, diversos, no están modificados con transgénicos para ser todos iguales. Estos varían en colores y en tamaño, por eso los muestra con cariño. A pocos metros otra señora alimenta el fuego de una olla enorme repleta de tamales. Yo me inclino por uno de ellos, pero antes conversamos.
Ellas comen elotes untados con mayonesa y chile y se ríen tapándose la boca ante mis preguntas. Cuando les pregunto si tienen hijxs y me contestan con firmeza que no, me siento ridícula. Siempre que a mí me lo preguntan me cansa dar la misma respuesta y tener que justificar mi decisión, pero a pesar de mi torpeza por recaer en esos prejuicios que detesto, las siento cercanas, o por lo menos con una determinación parecida a la mía en materia de decisiones. A mis treinta años, no tener hijxs por ahora me permite mantenerme en movimiento y actualmente en viaje por Chiapas, México. La seria pregunta sobre la maternidad recién este último año apareció entre mis amigas en Buenos Aires. Ninguna tiene hijxs. Las razones son varias. La poca proyección y seguridad económica siempre despierta como un tiburón del fondo del mar cuando compartimos nuestras inquietudes, pero últimamente, quizá por el ingreso a la tercera década, empezamos a poner en la balanza diferentes factores que van más allá del económico. No podemos dejar que nos organice la incertidumbre. De todas maneras por ahora preferimos dedicarnos a otras actividades y no apurarnos ante esas decisiones que implican tanta responsabilidad.
II.
Un recuerdo fugaz se me viene a la mente. Hace un tiempo, a mis veinte años, viajaba por Ecuador cuando conocí a una chica en un pequeño pueblo llamado Balao, al sur de Guayaquil. Un pueblo cercano al mar pero sin posibilidad de llegar a él para bañarse, como unx espera de cualquier pueblo costeño. Entre el pueblo y el mar están los manglares donde se producen camarones, pero sin duda lo que caracteriza al pueblo es la producción de plátanos para exportar. Recuerdo el olor a plátano húmedo de la zona, el ruido de las avionetas fumigadoras zumbándonos sobre la cabeza. Recuerdo ver las casas de madera y chapa al lado de las plantaciones de banana que recibían la misma carga de fumigación. Recuerdo mi sorpresa al ver que los niños no se resguardaban cuando pasaban.
Yo me adentraba en esas plantaciones y pensaba que eran el escenario perfecto para una película de terror; ni una sola planta crecía que no fuera plátano y de cada árbol colgaba una bolsa de plástico celeste donde crecían, monótonos, los raquis, las futuras bananas que serían exportadas. Recuerdo el olor de ese suelo potásico en descomposición, los caminos oscuros sin fin del monocultivo.
La chica que conocí en ese pueblo trabajaba como peluquera en un salón de belleza al lado de la ruta que une Guayaquil con la frontera de Perú. No recuerdo de qué hablábamos, ni si fue antes o después de ese partidito de fútbol femenino que me invitó a jugar en el pueblo vecino (pueblo de prostíbulos, como pude evidenciar en nuestro corto viaje en moto hasta la cancha). Pero en una conversación hablamos de mi edad, de si tenía hijxs o no y qué motivaba mi viaje (qué le habré dicho, no lo sé), y sentí cómo clavaba en mí su mirada desde una profundidad que no me había mostrado hasta ese momento. Aún hoy la recuerdo y se me eriza la piel.
— Cuando pude preguntarme si quería tener hijos, ya tenía dos.
No supe qué responderle, de eso sí me acuerdo. Teníamos la misma edad, y en ese momento estábamos en el mismo lugar, pero habíamos vivido una diferencia abismal. Conocí a su hijo de 4 y a su hija de 7 que siempre la rondaba y la ayudaba en el salón de belleza. Recuerdo que el padre de sus hijxs no estaba porque había fallecido hacía unos años, cuando el pequeño tenía dos.
¿Cómo puede ser que social y culturalmente no se nos dé el tiempo de decidir cuándo y cómo tener hijos? He aquí la manera, entendí, del amansamiento de las masas. Ocuparnos con crías para no pensar sobre las condiciones de vida.
III.
Las cinco amigas zapatistas, con su paliacate anaranjado al cuello, me repreguntan mientras siguen comiendo sus elotes. Se interesan por mí. Les cuento, quieren saber qué hago ahí y cómo llegué. Hablo de mi separación y de cómo me organicé para renunciar a mi trabajo como docente en una escuela secundaria para salir de viaje así, ilimitadamente, sin rumbo más que el canto de sirena que hacía ya un tiempo escuchaba desde México. Me miran, sorprendidas, pero la que sigue más sorprendida soy yo. ¿Por qué me sorprende que un grupo de jóvenes que viven en una comunidad indígena y campesina no sean madres? ¿Por qué tengo internalizado que en las comunidades indígenas son moneda corriente los embarazos adolescentes? Las estadísticas respaldan eso que di por sentado. En el informe ejecutivo anual de la Estrategia Nacional para la Prevención del Embarazo en Adolescentes en México se muestra que entre los 12 y los 17 años el porcentaje de mujeres indígenas que habían tenido un hijo en México hasta 2020 fue de 3.9%, esto era 1.6 puntos porcentuales más elevado que el porcentaje del total de las mujeres indígenas y no indígenas en el mismo rango de edad (2.4%). Y una de las principales acciones para prevenir el embarazo adolescente es, según la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), reconocer los vacíos institucionales para prevenir y atender el embarazo adolescente y actualizar los programas de prevención (si los hubiera).
Entonces me pregunto: ¿cuáles son las principales conquistas dentro del movimiento zapatista que dan tiempo a las mujeres a decidir cuándo y cómo ser madres? Porque fue específicamente el vacío y el abandono institucional estatal lo que impulsó, entre tantos otros factores de vulnerabilidad y marginalidad, la toma de las armas.
Desde que se conformó el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y convocaron a las mujeres a sumarse a la rebelión –con ustedes somos el doble, les dijeron– ellas (¿madres, abuelas de estas jóvenes con las que converso?) pusieron una condición: que no beban más alcohol.
— Pero cómo se imaginan, ¿ni una botellita siquiera?
Ni una botellita. Porque lo que le pasaba a una le pasaba a todas, notaron. Muy justa la revolución que planteaban, pero ni bien llegaban borrachos a las casas comenzaban los golpes, las violaciones, a la mañana siguiente no se podían levantar para trabajar y menos para el entrenamiento que requería el movimiento. Esa fue la condición y hoy, más de treinta años después (casi cuarenta años de esa decisión), la prohibición del alcohol y las drogas ya ni hace falta decirla. Directamente no sucede.
¿Qué sucedería si encuentra a alguien bebiendo? Pues no creo que esa persona quiera ser sorprendida, el pueblo organizado decidirá.
Puede ser que esa sea una de las razones fundamentales de la autonomía de las mujeres a la hora de decidir tener familia y cuándo. No subestimemos las consecuencias nefastas que el alcohol, el opio de los pueblos, puede provocar.
Desde que se conformó el ejército zapatista de liberación nacional y convocaron a las mujeres a sumarse a la rebelión –con ustedes somos el doble, les dijeron– ellas (¿madres, abuelas de estas jóvenes con las que converso?) pusieron una condición: que no beban más alcohol.
Ellas son promotoras de salud. Como parte del Caracol Roberto Barrios, me cuentan, asistieron a la secundaria en el Caracol Oventik, uno de los primeros caracoles consolidados, y luego eligieron en qué área del común querían participar: educación, salud, comunicación, militar. El área de salud es central en la autonomía de los territorios zapatistas. La precariedad y el abandono en que el Estado (al que lxs zapatistas llaman el mal gobierno) dejaba a las comunidades lxs impulsó a crear sus propios espacios autónomos. Cada caracol tiene su propia sala, donde lxs promotores atienden sin costo alguno a las personas de la comunidad y de afuera que necesitan de su ayuda. En el área de salud buscan integrar los conocimientos ancestrales de medicina con la occidental, organizan formación constantemente con profesionales que se solidarizan con el zapatismo en seminarios y coordinan jornadas de operaciones con médicxs convocadxs según las necesidades.
IV.
— ¿Vienes a bailar?
No me lo perdería por nada en el mundo. Esos ritmos convocando a un ejército de rebeldes y trabajadores de una realidad sin explotación, con el común como centro, son un regalo para quienes nos cuesta imaginar un afuera del capitalismo. Acá hay una organización que grita que la tierra no se vende ni se compra, la tierra es en común, y todo lo que se necesita para la vida y la naturaleza se construye en común y con solidaridad. Estos bailes son un festejo de eso, de esos relatos de mundo posible y sin una sola gota de alcohol. Ya va a comenzar la banda y entre jóvenes, estos encuentros son también oportunidad para conocer a otrxs, entablar pláticas y, por qué no, algunos romances. Así que voy por mi tamal.
— Antes pues de que se construyera este caracol, mi familia y yo participábamos del caracol 2, lejos de aquí—. Segundo Noé, de 70 años, mientras su mujer saca un tamal calentito y él lo desenvuelve, me mira con sus ojos negros rodeados de arrugas.
— Mis hectáreas ahora son del caracol. Nosotros decimos para nosotros nada, para todos todo—. Le echa salsa picante al tamal y me lo da con una cucharita. Atrás, sobre unos cartones en la tierra, se ven unos bultos cubiertos con mantas. Son sus nietas que ya están durmiendo. Él me cuenta sobre el caracol.
No hay que vivir en el caracol para formar parte de él. Es una cuestión de unión que va más allá del estar ahí. Una familia puede vivir a dos, tres horas montaña adentro y aun así pertenecer al caracol, formar parte de alguna de sus áreas, participar del común y de los servicios autónomos que allí se brindan.
Segundo Noé vivenció la realidad de antes; el sometimiento, la explotación, la partición de tierras a las que se quiso someter a las comunidades indígenas. Sus manos que ahora me dan el tamal con cariño, supieron (¿saben?) agarrar un fusil. En el 91 se metió a la selva. Conoce lo que es el frío, el hambre, las enfermedades que conlleva alejarse para resistir, dormir sin un fuego al lado por miedo a que los encuentren. En el 94 participó del levantamiento armado. Hoy está viviendo frutos de algo inimaginable hace 40 años y se enfrentan como generación a la tarea de transmitir esas experiencias a las generaciones jóvenes que crecieron ya en autonomía. El zapatismo es transgeneracional.
— Segundo Noé es mi segundo nombre. El que me dieron cuando nací es otro.
Podemos nacer tantas veces en la vida, pienso, y me acuerdo de la frase de Saer muchos mueren sin haber nacido. Entiendo que la fuerza para una rebelión es similar a la de un parto.
— Vamos, nos esperan unos amigos.
Agradezco el tamal y me uno al grupo de chicas.
V.
Al bajar del comedor en común por el camino de tierra primero cruzamos la reja donde siempre dos compañerxs del EZLN hacen guardia. Están vestidxs con su uniforme, que tiene más que ver con respetar el color y la practicidad de cada prenda que con la uniformidad total. Botas oscuras cómodas para caminar por la montaña, pantalón verde oscuro con bolsillos, camisa marrón de mangas largas, pasamontañas negro, paliacate rojo y corra verde.
Debajo del pasamontañas, a una se le asoma una larga trenza negra. Mujeres y hombres participan por igual del área militar, tiene que ver con su decisión personal. Detrás de su pasamontañas sus ojos miran, apaciblemente, a quienes van y vienen. Hoy no podrán sumarse al baile pero mañana sí. Más tarde cuando todxs se vayan a dormir cerrarán esas rejas para que sus relevos las abran nuevamente a primera hora de la mañana.
El caracol donde tiene lugar este encuentro está en terreno montañoso, entonces subir y bajar es una constante. La cancha de básquet es el corazón de las presentaciones diarias y ahora se transforma en pista de baile. Unas gradas construidas con madera y piedra, con techo de lona bien tensado, ascienden hasta una zona media que funciona como sala de exposiciones visuales. Con piolín y cinta, fotógrafxs y artistas gráficxs montaron sus trabajos. Entre ellos hay grabados, fotografías en blanco y negro del movimiento zapatista antes del levantamiento armado, una muestra sobre la lucha mapuche en tierras patagónicas. Durante el día constantemente se ven ojos detenidos observando ese lenguaje silencioso de la imagen.
Debajo del pasamontañas, a una se le asoma una larga trenza negra. Mujeres y hombres participan por igual del área militar, tiene que ver con su decisión personal. Detrás de su pasamontañas sus ojos miran, apaciblemente, a quienes van y vienen.
A ambos costados de esa área hay construidas casas en madera donde funcionan las diferentes áreas del común que constituye un caracol: un lugar para reuniones y la Junta del Buen Gobierno, un espacio para los Tercios Compas (el área que se encarga de la comunicación audiovisual), una frutería, la sala de salud autónoma, una despensa, y varias casetas con camas para quienes se quedan a pasar la noche (en este encuentro muchxs dormiremos en la escuela, en el patio de juegos, bajo lonas en la montaña).
Más abajo de la cancha de básquet y del escenario donde se ve colgada la bandera negra y roja del EZLN hay un gran auditorio construido con madera. Para un lado, largas hileras de baños y duchas. Para el otro, un sendero que lleva a las carpas donde duermen los participantes de los diferentes caracoles.
Más que carpas, son lonas tensadas que sirven de techo. Luego, ellxs duermen arrebujados en cobijas sobre cartones. Pero ahora no llegamos tan abajo. Nos detenemos en la cancha de básquet; ya apagaron las luces blancas y encendieron las de la cumbia.
VI.
Parece que el baile es lo que esperan durante el día lxs zapatistas. No importa el área ni la edad. La vergüenza es colonial, acá no entra. Las ganas se amontonaron y nos volvemos miles de hormiguitas moviéndonos a tiempo o destiempo. Las cinco amigas quieren ir adelante. Vamos. Me presentan a unos amigos del mismo caracol. Ellas le dicen algo a uno que se me acerca, se presenta y me invita a bailar. No una canción, ni dos, ni tres. No hay corte. Ellas siguen bailando cerca en grupo hasta que unos chicos de otro caracol se les acercan y las invitan a bailar. Una ni lo duda, a otras dos les cuesta acceder pero terminan aceptando. Cruzamos miradas entre mujeres, yo me sonrío. ¿Nos volveremos a ver? Las estrellas arriba algo estarán tramando.