El cantautor chileno Manuel García acaba de presentarse en el teatro municipal Alberto Saavedra Pérez de La Paz. ¿Sabrá de la vida que ha acompañado durante 18 años? ¿Sospechará que quien está sentada en la butaca 6 de la fila 12 viaja de Santiago a Tenochtitlán a bordo de la poesía de sus canciones?

Conocí Pánico en un CD. Era septiembre de 2007 en Plaza Ñuñoa, Santiago de Chile. Había llegado desde Bolivia para cursar una maestría en la Universidad de Chile. Todo era nuevo: las calles, el orden, el silencio del metro y una saudade que se apoderaba de mí sin permiso. Me sentía vulnerable ante los semáforos que organizaban multitudes; luces rojas y verdes que nos hacían cruzar todos a la vez, como siguiendo coreografías urbanas. Lo hacía algo asustada, con el miedo de la recién llegada.
En pocos días, ya extrañaba los abrazos, los diminutivos, la ternura de ciertos lazos de La Paz, mi ciudad. Una tarde, en esa mesa larga donde íbamos conociéndonos quienes iniciábamos el camino en Antropología y Desarrollo, apareció un extraño: cabello largo, barba, bigote, como tantos de mis compañeros que transitaban por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, esa casa grande donde se reunían las preguntas urgentes. Lo conocí gracias a una mexicana que fue mi roommate. Él llegó hablando primero de Mecánica Popular y luego me contó con entusiasmo de un disco extraño y fascinante: Pánico. Su tono de voz fue tan apasionado que me enamoré del disco sin haberlo escuchado.
Días después, en la soledad de mi habitación —una cama, una lámpara y los sonidos de los bares del barrio— intentaba elegir la música que me acompañaría. Fui descubriendo las canciones de Manuel García, una a una. La letra de Tu ventana se volvió un fragmento profundamente mío.
Dieciocho años más tarde, mayo de 2025, lo escuché en el Teatro Alberto Saavedra Pérez de La Paz. Su narración en torno a esa canción me remontó a aquellas sensaciones santiaguinas vividas: ventanas ajenas con vista a paneles de concreto, como los que observaba desde mi pequeño departamento en Bellas Artes. Sólo era posible la felicidad imaginando una ventana propia “donde ves más clara la mañana”, donde “te adornan el perfil las rosas” y “encierra el mar como un cuadro de niña con palomas”. Sin televisión, sin cable, sólo con la música que me ayudaba a sostener la soledad, me aferré a sus letras. Me abrazaron.
El rostro de mi padre no podía dejar de aparecer, con su desencantada militancia en el Partido Obrero Revolucionario. Él vio mutar a la izquierda en algo que ya no reconocía. “Aún le duele”, como canta Manuel.
El Santiago que conocí era introspectivo, lleno de silencios, de memorias latentes. Participé en algunas marchas de protesta —luego supe que no debía por mi condición de extranjera— y escuché testimonios de viejos y viejas comunistas que llevaban en sus cuerpos las cicatrices de la historia. El documental La ciudad de los fotógrafos y el fondo de “el viejo comunista” en voz de Manuel me recordaban las historias que se hicieron carne en mí, amigos cuyos padres habían sufrido tortura y la inmensidad del cementerio general santiaguino con personas no identificadas por esos años 70 y sus dictaduras. Con esa historia que invitaba a no creer o a aferrarse a creer contra viento y marea, mi cable a tierra era el amor, cotidiano y plausible, la posibilidad de los afectos. Mi hogar estaba donde se tejían vínculos y yo recreaba, en mi interior, historias posibles. Amaba creyendo y tarareaba por dentro:
“Tanto creo en ti,
tanto que escribo cartas como sueños,
como si me fuera a un extraño país…”
Anhelaba decir “nuestra casa”, soñaba despierta esa luz, era mi deseo más íntimo y pues los que eran extraños países, al migrar se hacían parte de mi totalidad.
De un país que a pesar de los amigos se me hacía ajeno, migré a otro que habité como más cercano. Con los años, me mudé a México. La Ciudad de México (entonces Distrito Federal) me encontró más preparada para el caos, las multitudes y las diversidades de referentes de todo tipo. Entrenamiento vital con mis maletas repletas de libros y saudades.
Un día cualquiera de noviembre de 2010, mis oídos sonrieron. Estaba a una cuadra de un sonido familiar. Caminé, incrédula, hasta encontrarlo: Manuel García, guitarra en mano, cantaba Azúcar al café en una plaza mexicana, mi querido centro de Coyoacán. Su música me había encontrado —o yo a ella— una vez más.
Esperé para hablarle. Me dio su correo electrónico. Aún no llenaba teatros inmensos, al menos no tantos como hoy, pero “Nuestra América”, como dicen en la UNAM, ya lo esperaba. Perdí su correo en el abismo de mi bolso y nunca le escribí. Quería decirle tantas cosas… Entre esos decires que se guardaron y se acumularon en nuevas vivencias, resonaba esa frase: “Una carta que aún espera por ti…”
México me transformó: rutas, amores, libros escritos y leídos, un doctorado completado entre sillones y ventanas. Mientras la vida pasaba afuera, yo escribía, lloraba, sentía. Las letras de Manuel eran refugio en ese tejido de autores, ritmos y sonidos nuevos, plurilingües. Mis pasos entre Buenos Aires, Lima, La Plata, Bogotá y las aguas del mar en La Habana y del mar oaxaqueño compartían claves secretas. Una de ellas era el café: esa taza de colores tan diversos que siempre estaba —sin azúcar, eso sí—. Pero Azúcar al café fue el soundtrack de aquella chica (yo) que juró no volver a enamorarse después de Guadalajara… y del adiós abrupto que allí ocurrió. “Al despertar, no pude decir dos, pero recordé cómo era tu voz diciendo amor…”; tal vez me tocó ser pasajera entre aquellos sueños.
En mis múltiples retornos a Bolivia, sentía dos cosas: el café persistía y mi corazón no lograba superar el anhelo de volver a ver el mar. Ese inabarcable compañero de pensamientos, que encontró asidero en la danza de las libélulas porque “… con la violencia del mar, quisiera volver a besar hasta sangrar”.
Gracias, Manuel
Volver, partir, regresar: todo fue parte de mi biografía desde aquel 2007. Quienes hemos viajado y cargado recuerdos de aquí para allá sabemos que el puente que habitamos cruza y regresa. La mochila del migrante lleva tantos relatos a cuestas. “Y aunque hace años que yo vivo tan lejos del mar…”, tener nuevamente su resolana sigue siendo una posibilidad constante.

La ternura aún viaja conmigo. Me afiancé como poetisa de clóset guardada hace décadas que pronto se animará a salir a la luz. En mis versos laten muchas raíces… y claro está, la música de Manuel García.
Otro momento que queda en mi memoria fue cuando lo vi otra vez en el Instituto Mexicano de la Radio (IMER), en 2011, ahí cerquita de la Cineteca Nacional. Esa vez, con dos personas entrañables: Carlos, un mexicano que hoy enseña en Alemania, y Jenny Carolina, la bogotana más dulce del mundo. En ese triángulo de amistad escuchamos a Los Bunkers y a Manuel. Volví a hablar con él. Y me pregunté, como tantas veces: ¿cómo se resignifican los rostros y los momentos que alguna vez sentimos solo nuestros, cuando hoy son coreados por multitudes?
Podría seguir enumerando encuentros, describiendo maletas llenas de libros, noches de escritura y esa pequeña abeja lunar —mi hija Luna— que nació en Tenochtitlán, la antigua y eterna Ciudad de México. Luna trajo nuevos ritmos a mi vida y entendí que la maternidad también es transformación y resignificación de versos; es sonrisa y llanto entreverados.
Lejos de la racionalidad que exige mi oficio como investigadora social, soy llorona. Así de simple. La vida me emociona y la pena es honda cuando toca: “Tuve una pena buena y aún los labios de ella vuelan y en el contorno de los sueños que me quedan como los pájaros de un cielo en acuarela”.
Me queda pendiente un “gracias Manuel” por esas penas llenas de resplandor, por el canto social comprometido que rememora a Víctor y Violeta, por el trayecto trazado con acordes regionales entre el cuatro y el charango, el abrazo de América Latina y el Caribe. Gracias por la intimidad de las emociones personales, por las sonrisas suaves y los ojos cerrados mientras escuchaba las canciones de Pánico, una y otra vez en lugares y momentos tan diversos. También por esa guitarra que sigue teniendo sentido en tantos momentos compartidos.
La ternura aún viaja conmigo. Me afiancé como poetisa de clóset guardada hace décadas que pronto se animará a salir a la luz. En mis versos laten muchas raíces… y claro está, la música de Manuel García.
Hace pocos días en mi ciudad de origen, La Paz – Bolivia, luego de un vuelo Santa Cruz – La Paz, al verlo nuevamente en escenario —desde la fila 12, butaca 6— comprendí que ese perchero lleno de historias no contadas que subió al escenario también me pertenecía 18 años después. Sus canciones acompañan mis relatos —los íntimos, los colectivos— y mis rutas. Las canciones re/tocadas que renacen en su voz también me habitan, tal vez “por ser extraña y conversar con el viento”. Siempre.