Alguien rompió el pacto de silencio. En 2013, un pequeño pueblo lleno de fábricas de cocaína fue descubierto. ¿Cómo fue llegar al pueblo de los narcos si en el mapa no aparece y ni los guardianes de la frontera han oído acerca de él?

Octubre de 2013. Noté que nos seguía con la mirada desde que ingresamos al pueblo. Le preguntamos por gasolina y asustada nos respondió con otra pregunta: que si en el camino vimos a la Policía. Le contestamos que no, que en el camino sólo vimos camionetas y autos chutos. Entonces le hablamos de Iruni. Ella abrió los ojos asustada y dibujó una cruz sobre la boca: “No sé nada”, dijo, nos miró detenidamente y, al clavar su mirada en la mía, susurró una nueva respuesta.
Julia tiene más de 60 años, la piel quemada por el sol del altiplano, un par de trenzas de un blanco casi amarillento que hacen juego con el color de sus polleras, y profundas arrugas que asoman como grietas en su rostro. Julia sabe que al igual que el resto de sus vecinos, en ese lugar nadie rompe el pacto de silencio.
¿Sabe usted dónde queda Iruni?
Desde que llegamos al departamento de Oruro y preguntamos cómo llegar a Iruni, la gente comenzó a susurrar. Un policía que participó en un operativo en la zona se acercó a decirnos que era mejor desistir del viaje porque entrar en “la tierra de los narcos”, como ya se oía decir de aquel misterioso lugar, podría significar que acabáramos con un balazo en la cabeza. Trató por todos los medios de persuadirnos para que no tomáramos esa carretera en la que sólo circulan camionetas 4×4. Cuando vio nuestro Toyota Ipsum sentenció que no llegaríamos lejos.
El 28 de septiembre de 2013, un operativo realizado por la Fuerza Especial de Lucha Contra el Narcotráfico (FELCN) descubrió que en Iruni se procesaba pasta base de cocaína.
Aunque ningún mapa lo registra fácilmente, Iruni está ubicado en el municipio de Turco, en la provincia Sajama, a 250 kilómetros de la ciudad de Oruro, en la frontera con Chile, muy cerca de la localidad de Sabaya, frontera con Pisiga. Iruni es considerado el último rincón de Bolivia. Y es allí donde la Policía y el Control Operativo Aduanero (COA) temen ingresar porque es, aseguran, territorio de contrabandistas y, más aún, “tierra de nadie”. Por si fuera poco, no más de 10 militares de bajo rango están a cargo de la seguridad en la zona. Y quienes nos advirtieron, tenían razón: llegar a Iruni no fue fácil, es más, fue una osadía. Porque por allí no hay señalización alguna y, más aún, Iruni ni siquiera aparece en los mapas.
Hasta esa noche de septiembre de 2013, nadie se animaba a pronunciar un secreto a voces: que ese era un “narcopueblo”. Sin embargo, aquel operativo policial reveló que en 26 de las 28 construcciones de la localidad, se producía cocaína.
Una década antes, el 21 de enero del año 2003, el teniente Samuel Encinas, del COA, desapareció mientras cumplía su primer día de trabajo en Pisiga. Después de un enfrentamiento con supuestos contrabandistas y tras sufrir un desperfecto en el vehículo de la Aduana, el teniente Encinas había decidido salir en busca de ayuda y desde entonces no se sabe de él, pese a los interrogatorios de fiscales, abogados y policías. Ninguno pudo romper el pacto de silencio de los pobladores. Se dice que el cuerpo de Encinas terminó como ofrenda al tata Sajama, el nevado al que, según cuentan, los contrabandistas ofrecen ch’allas y mesas para que sus negocios salgan bien. En estas comunidades, es sabido que los pactos de silencio no se rompen así nomás.

A pesar de cierto temor ante las reiteradas advertencias que nos habían hecho policías y pobladores, nosotros continuamos. Poco a poco nos adentramos en los paisajes que llevaban al misterioso pueblo. En nuestra búsqueda llegamos a la comunidad de Huachacalla, la última población grande que encontramos en el camino. En Huachacalla las casas son de adobe, todas tienen garaje y, adentro, vehículos sin placa. La mayoría de las movilidades que vimos a nuestro paso llevaba el volante a la izquierda, lo que nos hizo suponer que se trataba de vehículos indocumentados, también conocidos como “chutos” porque ingresan a Bolivia de forma ilegal y su venta está prohibida.
No hay patrullaje. En 20 horas de viaje no vimos un solo militar o policía por la zona. Entre otras cosas, no hay camino sino únicamente hasta la comunidad Japón, después, uno se encuentra con la nada: arena y paja brava, además de varios senderos que podrían ser, uno a uno, rutas posibles. Hay quienes dicen que las zanjas en medio de la nada son abiertas a propósito, a modo de obstáculos que eviten encontrar las fábricas de cocaína del lugar.
Esa es la tierra de los flamencos rosados, de los quirquinchos, las llamas y la paja brava. Nos sorprendió ver en el trayecto pueblos pequeños con paneles solares, agua y electricidad, pero sin gente. Y todas las casas aseguradas con candados.
En medio de la nada, las llamas pastean solas.
En el camino encontramos también “chuteros” ingresando a Bolivia: cinco vehículos Toyota Ipsum. Como el ingreso por Challapata tiene control, por lo visto utilizan jeeps como guías para ser conducidos por rutas alternas. Descubrimos un nuevo punto de ingreso del contrabando de vehículos.
En esta región hay dos cuarteles, uno en Huachacalla y otro en Ulo. En Ulo preguntamos si alguien conocía Iruni. En teoría, los militares cuidan la frontera y en su zona de control nada debería moverse sin que ellos lo sepan. Al parecer nos equivocamos, porque los guardianes de la frontera no tenían idea de la existencia de aquel narcopueblo. En la práctica, los guardianes de Ulo salían de patrullaje temprano por la mañana y el resto del día no se movían del cuartel. Hay que decir que en la zona tampoco había conexión telefónica por cualquier eventualidad.
Así llegamos al borde del mapa entre Bolivia Chile. Allí nos encontramos con un comunario que iba en bicicleta. Le preguntamos por Iruni e inmediatamente dijo: “Malo, malo, es”. Prefirió no saber a qué íbamos. “Con ese auto no vas a poder llegar, nosotros andamos en 4×4. El río Lauca no vas a poder cruzar, pero tú sabrás a qué vas, bajo tu riesgo”, agregó. Entonces nos señaló el camino y nos dijo que “sí o sí” debíamos llegar a la comunidad Japón y desde allí desviar y seguir por un camino de arena hasta toparnos con el río Lauca.
Así lo hicimos. Llegamos hasta la comunidad Japón ya con poca gasolina. De pronto y para sorpresa nuestra apareció Julia, quien nos preguntó qué hacíamos allí. Cuando le dijimos que nos habíamos perdido y que queríamos conocer el río Lauca y la comunidad de Iruni, nuevamente enfática respondió que no sabía nada. Después de insistir, mirando a un lado y a otro, casi susurrando, nos dijo: “No, no hay que ir a ese lado, no vas a ir a Iruni”.
Todos lo saben
Todos saben lo que pasó en Iruni: los descubrieron. Alguien rompió el pacto de silencio.
“Los han descubierto Narcóticos y han atizado su trabajo”, relata Julia. Le preguntamos qué es lo que atizó Narcóticos: ¿droga? Nos devolvió un guiño afirmando que ese era el “trabajo” de los pobladores.
“La gente había escapado, dicen, los han visto llegar y rápido han salido ellos. Saben pues por dónde; ahora no hay gente ahí. Aquí no hacemos eso, porque Iruni es del Lauca más al frente. Todos los del pueblo por esa zona se están dedicando a trabajar así”, agregó. Y mientras charlábamos, vimos una camioneta ploma con unos sujetos que llevaban saquillos parecidos a los de coca. Julia se calló y se alejó de nosotros. La camioneta se perdió por uno de los tantos caminos que hay para despistar a quien por alguna razón esté buscando algún “nacopueblo”.
Finalmente, Julia nos vendió la gasolina que necesitábamos, pero nos cobró cuatro veces más de lo que habitualmente cuesta. Dijo que la gasolina se vende bien por allí. Y nosotros seguimos nuestro camino sin hacer caso a sus advertencias.
Encaminados por la ruta principal desviamos hacia la derecha. Al principio pensamos que era un error, pues ni bien avanzamos el camino desapareció y el vehículo se atascó en la arena. Más de dos horas perdimos en sacar el auto del arenal. De pronto, la camioneta ploma nuevamente pasó por ahí, esta vez sin los saquillos de coca. Los ocupantes nos miraron y por supuesto que ni intentaron ayudarnos. Está claro que por aquella inmensa zona fronteriza circulan muchos vehículos 4×4 que lo hacen como si estuviesen patrullando, y están también aquellos que lo hacen cargados de saquillos y que se pierden en la ruta hacia los pueblos.
Atascados en la arena, simplemente ratificamos la dificultad que representa para cualquier vehículo sencillo atreverse a merodear por esos lares, más aún si el chofer no conoce la ruta, más grave todavía si no se cuenta con doble tracción.
A pesar de todo, 24 horas después de iniciado el viaje, llegamos al río Lauca. Éste tiene sus aguas heladas; no es un río profundo y para cruzar el chofer debe saber por dónde, caso contrario el auto queda atascado en la mitad del cauce. Así que, por fin prudentes, dejamos el vehículo para continuar caminando en busca del esperado pueblo y así conocer lo que pasaba en las fronteras de Bolivia y qué tan cierto era que todo un pueblo pudiese dedicarse a la producción de droga.

Al frente, en lo alto de un cerro
Cruzamos el Lauca caminando sus aguas heladas. Al frente vimos un pueblo con las mismas características que los que conocimos antes: paneles solares y varias casas de adobe. Era exactamente como nos lo habían descrito: un pueblo en la punta de un cerro. Fue por su ubicación que durante la intervención no hubo detenidos: éstos lograron escapar.
Nosotros, después de caminar un kilómetro, nos topamos con alambrados que rodeaban todo el pueblo. El primero se advertía a simple vista, sin embargo, tras atravesarlo, encontramos otro a cien metros camuflado entre los arbustos.
Cuando pensamos que por fin llegaríamos a Iruni, encontramos otra laguna que rodeaba el cerro. Estaba completamente contaminada, tenía un color verduzco y olía mal. En el fondo se divisaban bolsas incrustadas en la tierra y en los bordes había coca molida. En los alrededores vimos varias llamas muertas, al parecer intoxicadas después de haber bebido el agua de esa lagunilla; tenían los estómagos hinchados.
Solo habían dos formas de cruzar esa lagunilla: meterse al agua o encontrar algún sendero. Por fortuna, encontramos uno.
Llegamos al lugar caminando, trepando el cerro ante la mirada atenta de otras llamas. Sin embargo, nuestra estadía duró poco. A lo lejos vimos gente que se acercaba.
Desde la cima del cerro donde está Iruni se divisa territorio boliviano y chileno. También se puede controlar los múltiples caminos existentes. A kilómetros se puede ver si llega o no la Policía o cómo pasan las camionetas 4×4 de Bolivia hacia Chile. Si es posible mirar todo lo que sucede allá en el horizonte, también es posible mirar el ingreso de los vehículos indocumentados y el contrabando.
Llegamos al lugar doce días después de que la Policía realizara aquel operativo de intervención para saber lo que estaba pasando en ese lugar del que se escuchaban algo más que rumores. Cuando llegamos, el único rastro de aquel operativo era la droga quemada en medio del pueblo.
Iruni tiene agua potable desde 1998; la conexión se hizo durante el gobierno de Hugo Banzer Suárez, y de las 28 casas que hay en el lugar, todas tienen conexión, siempre necesaria para elaborar droga. En nuestro breve recorrido encontramos una importante cantidad de envoltorios para empaquetar la droga, así como los moldes para preparar los paquetes; tachos, tazones, batidoras, y una serie de objetos de utilidad para poner en funcionamiento las fábricas de cocaína.
Cerca de las pozas de maceración estaban los recipientes que contenían gasolina, diésel, ácido sulfúrico, bicarbonato de sodio y otras sustancias que se utilizan en la elaboración de la pasta base. En la iglesia de adobe destacaba la imagen del tata Santiago. En la escuela había papeles amontonados sobre los pupitres de cuando los niños estudiaban en la comunidad. Igualmente encontramos una posta sanitaria. Pero también encontramos rastros de algún tipo de ritual. Alrededor del pueblo había quirquinchos muertos, hembra y macho, envueltos con hojas de coca y billetes de Alasita para llamar a la suerte y la fortuna. También habían velas negras, mesas y botellas de alcohol en el cementerio.
Cuando nosotros llegamos al lugar, después del operativo aquel, los pobladores habían vuelto. Las casas allanadas habían sido arregladas y las puertas aseguradas con alambres y candados. Intentaron, en la mayoría de los casos infructuosamente, borrar las evidencias, de modo que en el lugar sólo quedaron algunos utensilios para la fabricación de droga. La idea estaba clara: querían que se viera que el negocio había sido desmantelado para que al poco tiempo pudieran volver confiados en la consabida mala memoria de la gente. Pero quizá ni siquiera eso era necesario, porque ¿acaso alguien en el mundo recuerda un pueblo llamado Iruni?
Nosotros sí. En un punto extraviado en medio de la frontera entre Bolivia y Chile se encuentra Iruni, conocido desde septiembre de 2013 como el “narcopueblo”.