Fotos Freddy Barragán
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Mi abuelo era chofer. Así que lo minibusero me recorre las venas y quizá eso explique mi impaciencia para absolutamente todo y mi leve disposición para la cumbia. Solo una vez lo acompañé en uno de sus recorridos. Me acuerdo: el número de la línea era el 207 y el trayecto empezaba en la avenida Periférica y terminaba en la zona sur. Me acomodé en el asiento del copiloto y vi cómo la ciudad pasaba del ladrillo salvaje a fachadas similares a las de las series gringas. La gente también cambiaba: a medida que bajábamos, los pasajeros se parecían menos a mi abuelo y el tono de voz aumentaba. Era un niño, era la primera vez que cruzaba una frontera. Era La Paz, pero al mismo tiempo era otra La Paz. Un lugar en el que al ch’iji le decían pasto y la “r” no era “rr”, sino “wr”. Un lugar en el que mi abuelo debía bajar el volumen a su cumbia.
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Crecemos con minibuses. Los minibuses nos educan. Sus carteles nos dan moralejas. Como esa que dice que no hay que “hembidiar” la bendición de los demás. O esa otra que señala que “mi educación depende de usted”. El minibús nos da carácter (si le haces frente a un chofer parador, ¿quién te va a detener?). Y nos hace sociables: puedes no haber saludado a tus papás, puedes ser un renegado de primera, pero sabes que el “buen día” en el minibús determinará el humor de los demás, se convertirá en energía, y por eso no lo omites. Bajar el asiento para el pasajero que acaba de subir. Ayudar al viajero de atrás a pasar el dinero del pasaje. Solidaridad: los subterráneos de las grandes capitales no tienen nada de eso.
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La intimidad. El minibús te pone cuerpo a cuerpo con personas a las que no conoces y a las que probablemente nunca más vas a ver. Miro a la derecha: la pierna de una oficinista que acaba de subir. A mi izquierda: el celular del muchacho que tiene unos audífonos gigantes en los oídos. La piernuda se maquilla; al lado, Ozuna, reguetón. Al frente, una nuca de preco y detrás la voz gangosa de una niña malcriada. La intimidad se duplica cuando me ubico en el asiento de la esquina de la derecha. Si la persona que está a mi izquierda decide bajar, su trasero estará a centímetros de mi cara, y la escena no será repugnante porque como buen paceño sin coche particular mis ojos se han acostumbrado a semejante espectáculo. Estadística a ojo de buen cubero: gracias a los minis, el paceño promedio debe ver al menos cincuenta nalgas por año.
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Puede no gustarte la cumbia, pero apuesto a que más de una vive en tu recuerdo; la has memorizado, a veces la tarareas. El soundtrack de los choferes es el de nuestros caminos. Sus gustos, de alguna forma, se adhieren a nuestros gustos. Por lo general, se trata de cumbia noventera: el amor y el dolor, la vida real pasó hace tiempo. Todo minibús viaja a la cumbia o escapa de ella: de ahí sus tatuajes. El minibús es el medio de transporte más dramático de todos. Y por eso el más paceño. Su pariente teleférico es demasiado digno como para identificarse con él. Demasiado limpiecito. El minibús canta lo que no canto, dice lo que no digo. Es libre. Un ebrio feliz.
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Una anécdota. Hace algunos años, un trufi raspó la puerta del minibús en el que viajaba. El chofer, que durante todo el viaje había escuchado solo a Yarita Lizeth, se enojó tanto que fue tras el otro coche. Estábamos en El Prado y en menos de dos minutos aparecimos en la Pérez Velasco. El trufi aceleró, al parecer consciente de que el minibús lo perseguía. El chofer estaba desquiciado e hizo caso omiso a paradas, semáforos y normas de seguridad. “Voy a bajar”, dijo una señora. El chofer aumentó el volumen. Cuando llegamos a esa curva que une a la autopista con la terminal de buses, el chofer dijo: “no apto para cardiacos, los que estén con tuca pueden bajarse”. En el minibús solo había dos personas, la doña que había reclamado y yo. Y no sé por qué, pero, aunque estaba cerca de mi destino, decidí quedarme. El minibús retomó la marcha y fue tras el trufi, esta vez con más furia. Sentí que moriría. Sin embargo, al mismo tiempo, estaba emocionado. Al llegar al barrio de Achachicala, como en una película, el chofer logró sobrepasar al trufi, dobló en U y se interpuso frente a él. El trufi se detuvo en seco. Entonces apareció un policía montado en una moto y pidió a los conductores que bajasen de los coches. El chofer del minibús obedeció (yo también bajé) pero el del trufi pisó el acelerador y se perdió en la noche achachicalense.
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Otra anécdota similar. 2004: yo tenía diecisiete años y volvía a casa luego de una fiesta que se había extendido hasta el amanecer. Cogí un minibús en Obrajes y me senté en el asiento que está detrás del asiento del conductor. Debía bajar en El Prado y, cuando llegamos a mi destino, me di cuenta de que solo tenía billetes de cincuenta. “Va a disculpar, maestro, pero solo tengo billetes de cincuenta”, le dije al chofer. El chofer recibió el dinero. Lo guardó en el bolsillo de su camisa. Al cabo de unos segundos, dijo: “No tengo cambio”. El motor ronroneaba y la paciencia se me agotaba. “Deme el billete, puedo intentar cambiar en esa tienda”. El chofer, de quien solo veía la nuca, puso en marcha el coche y aumentó el volumen de la radio. “¡Me quedo!”, grité enojado. “Qué le pasa, maestro”, dijo una mujer, “no sea atrevido”. Avanzamos del Prado hasta la avenida Montes enfrascados en una discusión en la que nos decíamos de todo. El chofer había secuestrado mi billete, de modo que no podía bajar en las paradas y así mandarlo al demonio. Esquina Montes. Una mujer bajó. Aproveché para agarrar al chofer del cuello y exigirle que me dejara bajar. “¿Quieres pelear?”, dijo él (y pude sentir la vibración de sus palabras en mis manos). Como tenía diecisiete años, pensé que era la oportunidad de desquitar con el chofer todas las frustraciones que me acosaban en aquel entonces, y le dije: “Ya pues, maraco”. Bajamos del coche. La gente protestaba desde el minibús. Me puse en guardia; el hombre me insultó. Y ahí iba mi primer puñetazo, pero cuando levanté la mirada, noté que el chofer era el clon idéntico de mi abuelo.
Gabriel Mamani Magne estudió Derecho en la UMSA aunque nunca ejerció ni ejercerá -espera- la abogacía. Cursó una maestría en Literatura en la Universidad Federal de Río de Janeiro. Obtuvo el Premio de Cuento Franz Tamayo 2018 y el Premio Nacional de Novela 2019.