SEXY 6/9
¿Quién no ha puesto de cabeza la casa intentando encontrar las ansiadas revistas porno que papá y mamá escondían por ahí? ¿Seré yo, señor? dicen unos y otros. Pero no son sólo revistas lo que los adolescentes encuentran sino quizá su piedra filosofal.
Siendo un puberto curioso y después de grandes ruegos y súplicas a mi padre es que -una tarde lluviosa de sábado en la Eloy Salmón- adquirimos nuestra primera tv a colores de 14 pulgadas marca NEC que venía con la novedad del control remoto con botoncitos para cada canal.
Metálico y totalmente inalámbrico, dijo el vendedor, haciendo que tanto a mí como a papá nos brillen los ojos de la emoción pensando en archivar de una vez por todas el viejo televisor blanco y negro ZENITH de fabricación norteamericana que teníamos en la sala desde tiempos inmemoriales.
Ver televisión era la única gran distracción para los niños y adolescentes de ese entonces, ya que la visita a los “tilines” (Instituciones extintas en la ciudad y reemplazadas por los juegos en red) eran castigadas por mis padres con terrible severidad.
Bajo la amenaza de encerrar el televisor con llave en el ropero y sacarlo solamente en Navidad si es que mis notas y deberes escolares se veían perjudicados por mi afición a los programas infantiles tales como El Show de la Tía Jacky, los Thunder Cats, G.I Joe, los Transformers y por supuesto El Show de Chespirito, es que decretaron estrictos horarios en los que podía ver los dos únicos canales de televisión de toda la ciudad y que en menos de un año pasaron a ser cuatro.
Bajo la amenaza de encerrar el televisor con llave en el ropero y sacarlo solamente en Navidad si es que mis notas y deberes escolares se veían perjudicados por mi afición es que decretaron estrictos horarios en los que podía ver los dos únicos canales de televisión de toda la ciudad y que en menos de un año pasaron a ser cuatro.
Así que al llegar del trabajo a eso de las siete de la noche mis padres tocaban la parte posterior del televisor y si estaba caliente se me armaba la gorda. Por tal razón calculaba la hora de su llegada y unos 15 minutos antes de la hora prevista ponía hieleras -que me encargaba de llenar todos los días- en la parte trasera del aparato apoyadas diestramente con mi diccionario contradictoriamente llamado Pequeño Larousse Ilustrado que era un ladrillo de papel de más de mil páginas muy funcional para mis deshonestos propósitos.
Por las noches, después de cenar, esperaba alguna película en el canal 7 o en la Televisión Universitaria. Los viernes por la noche me dejaban ver la televisión hasta tarde, pero de pronto dejaron de darme permiso sin decirme el por qué. Como esperaba a que se duerman para ir a encender el televisor y mi madre lo sabía, optó por esconder el control remoto para evitar que vea películas pornográficas después de medianoche. Una vez la escuché diciéndole a mi papá que yo me quedaba despierto hasta tarde para ver esa película mexicana cuasi pornográfica en que salían mujeres en tetas. Por alguna razón que desconozco ella estaba convencida de que me pajeaba salvajemente, cosa que -en ese momento- era una completa mentira.
Una vez la escuché diciéndole a mi papá que yo me quedaba despierto hasta tarde para ver esa película mexicana cuasi pornográfica en que salían mujeres en tetas. Por alguna razón que desconozco ella estaba convencida de que me pajeaba salvajemente, cosa que -en ese momento- era una completa mentira.
Ahora me parece raro que mi mamá haya pensado eso de mí, siendo que para entonces yo tenía doce años y la verdad es que era tan tímido que hasta me daba vergüenza ver los almanaques de las llanterías que me hacían sentir un cosquilleo en la panza; regularmente tenía erecciones en los lugares y momentos menos adecuados, pero, claro, yo hubiese sido incapaz de contarle cosa semejante a mi madre.
Después de ver accidentalmente la serie española Pepe Carvalho y una película que pasaban una y otra vez en TVU donde actuaba Sonia Braga (luego me enteré que la película era Doña Flor y sus dos maridos) y de ser descubierto por mi madre mirando atontado las escenas eróticas de estas producciones, se cumplieron sus amenazas y se llevaron el televisor a su habitación, por lo que tuve que dejar mi curiosidad al libre albedrío de mi imaginación. Así que todo era útil para satisfacer mi temprana curiosidad de adolescente, sobre todo la charla con amigos y el tráfico de pornografía que era dirigida por algunos chicos de los cursos de “medio” como decíamos en ese entonces.
Lo malo era que echarles un ojo a esas revistas tenía su costo y ni pensar que te las prestaran para que te las llevaras a casa. Peor si la sola hojeada de la revista costaba treinta de los cincuenta centavos que era tu recreo, pasajes incluidos. Entonces había que pensarlo bien para meterse a la ronda de los pajeros y volver a pie a casa, o ahorrar para ir los sábados al Parque de los Monos y pagar un peso por ver antigua pornografía sin audio en las máquinas de proyecciones de latón azul donde uno apoyaba los ojos en un visor mientras el proyeccionista giraba una rechinante manivela por unos tres minutos después de los cuales te ibas sin raspadillo ni helado de canela y con más dudas que respuestas sobre el sexo.
Un buen día, después de cavilar toda la noche, tomé una decisión drástica. Le robaría un libro a mi padre. Ángel, el mayor de mis amigos y el cual decían que cursaba el segundo intermedio por tercer año consecutivo, se apareció un día en el recreo con un montón de pornografía brasileña que según él le había arrebatado a su cuñado sin que este lo sepa: Si se enteró jamás me los va a pedir porque se moriría de vergüenza, dijo. Él me dio la idea. Estaba seguro que todos los mayores tenían un buen arsenal de pornografía en algún lugar de sus casas. Los papás siempre tienen porno o cosas prohibidas escondidas en sus cajones, me consta. Concluyó la información con tal convencimiento que el resto de mocosos, que como yo miraban con ojos desorbitados las revistas, asintieron dándole la razón, formando luego una ronda secreta donde sabíamos que violábamos una ley sagrada que nos impedía acceder a eso que todos llamaban “las cosas prohibidas”.
Pero… ¿y las mamás también tienen porno en sus cuartos? Un largo silencio pasmó el círculo de la corrupción moral y se me quedaron mirando como si hubiera dicho alguna cojudez. ¿Eh? ¡Claro que no! No seas huevón, pues. Animal. Sólo los hombres ven porno. A las mujeres no les interesa el sexo ni ver a tipas besándose. ¡Sonso!
Todos se rieron de mí murmurando entre ellos mientras yo miraba el suelo rascándome la panza.
Las cosas prohibidas son las que siempre le llaman a uno. Había películas prohibidas, revistas prohibidas, escenas prohibidas (y cuando sucedían en algunas películas o novelas te decían que gires la cabeza a otro lugar hasta que pasen) y por supuesto, palabras prohibidas y mientras más prohibido, mejor.
Después de urdir mi plan toda la madrugada para despojar a mi padre de su material pornográfico o de por lo menos darle una hojeada en los momentos de su ausencia, aproveché una tarde en la que no había nadie en casa y me dispuse a rastrillar la habitación de mis padres con el sigilo que había aprendido del detective Pepe Carvalho, porque tenía claro que debía dejar las cosas tal como estaban para que no exista sospecha de mi presencia husmeando entre sus cosas. Encontré de todo, incluyendo las cosas que me “confiscaban” pero nada de lo que buscaba. Ni en los cajones de la cama, ni en el gabinete superior del ropero donde yo sabía muy bien que estaban las cosas de valor de ambos. Nada. Me daba ya por vencido cuando decidí curiosear entre sus libros. Tenía muchos, al menos eso me parecía. En ese entonces mi papá estudiaba Derecho así que una buena parte de ellos eran libros de leyes, códigos y otros tantos de filosofía e historia militar. Entre Cándido o el Optimismo y Un Mundo feliz de Huxley (libros que muchos años después vendí estúpidamente a precio de gallina muerta en los libros usados del pasaje de las Flores) encontré el libro 300 Confesiones sexuales, de la sexóloga italiana Renata Pisú.
…¿y las mamás también tienen porno en sus cuartos? Un largo silencio pasmó el círculo de la corrupción moral y se me quedaron mirando como si hubiera dicho alguna cojudez.
Entre Cándido o el Optimismo y Un Mundo feliz de Huxley (libros que muchos años después vendí estúpidamente a precio de gallina muerta en los libros usados del pasaje de las Flores) encontré el libro 300 Confesiones sexuales, de la sexóloga italiana Renata Pisú.
Había pasado poco tiempo, en realidad, desde que jugaba con mi perro dentro de mi cama imaginando que peleaba con algún monstruo salido del libro de Julio Verne y ahora estaba escondido debajo de las frazadas con una linterna cuyas pilas de tamaño grande me salían bastante caras semanalmente. Recién iba por la tercera carta y tuve que echar mano de un diccionario y averiguar independientemente algunas palabras que creía italianas o de algún otro idioma que no entendía pero que parecían muy importantes: cunnilingus, coitus interruptus, slip, bukake, fisting y otras más.
Cierta vez, mi tío me sorprendió comprando una hermosa linterna que podías poner en tu cabeza con una banda de goma amarilla con olor a chicle, y lo mejor de todo era que funcionaba con pilas pequeñas y no sólo eso, también tenía una perilla para graduar la intensidad de la luz. En síntesis, hermosa y perfecta. ¡Que para qué necesitas esa linterna!, gritó mi tío, despabilándome de esa ansiedad que sentía por que llegara la noche para meterme a la cama con el libro de Renata Pisú. Para manejar bicicleta cuando voy a comprar la cena, le respondí y me fui lleno de alegría mientras mi tío se quedó mirándome un poco confundido.
La linterna era realmente una bendición de la tecnología y del ingenio. Seguro la inventó algún pajero, me decía a mí mismo. La linterna me dejaba las manos libres para pasar de página y me permitía leer de panza sin romperme el cuello debajo de las frazadas.
Entre sospechas y conjeturas de esas muchas palabras que se me hicieron familiares de tanto que aparecían en las cartas que le mandaban a Renata Pisú desde toda Italia, terminé el libro en tres meses y además conseguí un antiquísimo diccionario de la sexualidad de las juventudes cristianas de Latinoamérica que para lo único que sirvió fue para meterme un miedo y un sentimiento de culpa y pecado espantoso por estar leyendo esas 300 confesiones sexuales.
Entre sospechas y conjeturas de esas muchas palabras que se me hicieron familiares de tanto que aparecían en las cartas que le mandaban a Renata Pisú desde toda Italia, terminé el libro en tres meses…
La noche del velorio de mi papá me dejaron durmiendo en casa de una persona a la que llamaré María, que fue la que me inició en cuestiones sexuales.
Según las creencias populares, el alma del difunto se queda vagando y penando en su casa por ocho días, hasta que se va y no regresa más que en sueños. María, sola en un departamento, dos pisos abajo del departamento de su mamá, viuda desde hace años.
La primera noche me dijo que entrara a la cama con ella. Que me quería abrazar porque tenía pena de mí y yo me dejé porque también yo tenía mucha pena de mí. Mi mamá lloraba y no decía casi nada más que monosílabos. Por las noches escuchaba sus lamentos y suspiros, como si fuese una cosa muy triste seguir viviendo.
La segunda noche que fui a su departamento, María me dijo nuevamente que me metiera en su cama y que apague la televisión. Me dijo que la abrazara y luego se puso a hablar nimiedades acerca del entierro. Me contó que su mamá tenía una calavera en su cuarto y que además de fumar los martes y viernes por la noche, desde hace mucho tiempo, sabía que mi papá se iba a morir.
No sé bien cómo, pero siempre despertaba en el suelo, bien tapado. No recordaba si estaba de ida o si regresaba. No sabía si esa cama un día fue mi hogar o si me iba de él para volver algún día. Sólo sé que a veces pensaba que estar en la cama de María era un sueño de esos que no volverían. Cuando amanecía, pensaba que yo también había muerto y que mi mamá había perdido para siempre su voz.
No sabía si esa cama un día fue mi hogar o si me iba de él para volver algún día. Sólo sé que a veces pensaba que estar en la cama de María era un sueño de esos que no volverían.
La tercera noche trajeron a mi hermana para que durmiera conmigo. Ven aquí, la vas a aplastar, decía María. Y yo no le discutía. No tenía el valor de decirle que no porque, después de todo, había algo que me hacía ir, algo que me gustaba de regresar y que me ponía contento y un poco nervioso y curioso.
Esa noche le pregunté a María si el espíritu de mi papá no nos estaría viendo desde ese más allá del que tanto se hablaba. Tal vez, respondió. Tal vez, aunque lo más probable es que esté en tu casa, despidiéndose de tu mamá, me dijo. Fue en ese momento que recién noté que la única que dormía sola y en casa era mi mamá, esperando el octavo día.
La cuarta noche mi hermana dormía abrazando a uno de los peluches que le habían regalado y yo me metí a la cama de María sin que ella me lo pidiera. Esa noche no hablamos mucho. Solo me preguntó si alguna vez había besado a alguien y yo le respondí que no lo había hecho. Luego tomó mi mano y me la puso en sus senos y pude ver sus ojos grandes y blancos alumbrados por la lejana luz del poste de la calle.
La quinta noche la mamá de María sugirió, con un tono bastante raro y perentorio, que sería mejor que duermiera en el sillón y que María y mi hermana durmieran en la cama. Si, así vamos a estar más cómodas, concluyó. Tenía ganas de preguntarle qué era eso de estar más cómodas, pero fingí que no me importaba. Por un momento pensé que debería ir a casa para acompañar a mi mamá y pasar la noche con ella.
Dormí solo y preguntándome que iría a pasar. El tiempo me respondía convirtiéndose en un túnel de humo con una luz lejana que de pronto se volvía una campana y que al final no era otra cosa que los ladridos de los perros en las calles, vueltos locos cuando pasaba la policía.
María se puso distante, áspera, parca con sus palabras. A veces ya ni me miraba.
La séptima noche, la última que dormí ahí, mi mamá hablaba con la suya y ambas me mandaron a dormir con María. Yo creo que ella sabía lo que iba a pasar. Tomó mi mano y me la puso en un lugar que imaginé por mucho tiempo, aquellas noches en que leía a escondidas 300 confesiones sexuales bajo las frazadas de mi cama. Ella hizo lo que había que hacer con mi pantalón y mis calzoncillos y empezó a darme un montón de instrucciones que recuerdo que no pude seguir. María y sus grandes ojos que te miraban como para absorberte la vida. Primero rápido y luego despacio, otra vez rápido y otra vez lento. Así no, así sí, tu mano aquí, tu lengua allá.
Tomó mi mano y me la puso en un lugar que imaginé por mucho tiempo, aquellas noches en que leía a escondidas 300 confesiones sexuales bajo las frazadas de mi cama.
María, la de las manos frías y el aliento de yogurt. Volvió a su cama, me dijo buenas noches y durmió roncando el resto de la noche mientras yo soñaba que el diablo me quería violar. Era una pesadilla. El mismísimo Belcebú me perseguía con su trinche gigante y mis papás miraban y a ratos lloraban y a ratos reían. El diablo me tiraba en la cama e intentaba desvestirme mientras yo gritaba y lloraba pidiendo algo parecido a la piedad. Desperté con los calzoncillos rotos, nunca supe por quién.
Una tarde, antes de que empezaran los carnavales, subí a una camioneta para marcharme de la casa de la calle Antonio Gallardo. Antes de irme, María me dijo que me quería dar algo. No me atreví a mirarle a la cara. No recuerdo bien qué fue lo que dijo pero sí recuerdo que dijo lo que sea que me haya dicho riendo a carcajadas. Me entregó una carta diminuta de papel celeste con brillitos resplandecientes y perfume olor a chicle. El mismo que la banda de goma que mi linterna que igual tiré sin leerla en el basurero de mi casa nueva.
Así hubiese sido la carta que le quería mandar yo a Renata Pisú a Italia. Bueno, más o menos, era la idea de lo que le hubiese querido escribir de haber conseguido su dirección postal. Ya me imaginaba yo leyendo mi propia carta en la quinta edición de 300 confesiones sexuales, proyecto del que muy pronto desistí al averiguar lo que costaba mandar una carta a Italia, y por ese tiempo las cosas no estaban para cultivar esas urgencias que por entonces ya no eran tan urgentes como antes y quién sabe, jamás nunca nadie la iba a leer.