Seguir el instinto, aceptar todos los desafíos
“Era una noche lóbrega y tenebrosa y casi nos parecía que flotaba en el ambiente un acre olor a pólvora. Salimos cada uno en busca de muestras ubicaciones. Como siempre tenía mi movilidad dispuesta con armamento para su reparto en los diferentes puestos de control, nuestros espíritus sentían ya la sensación del triunfo (…) Todos deseábamos y buscábamos sin temor obtener las más difíciles tareas”.
[Lidia Gueiler Tejada. La mujer y la revolución, 1959].
El recorrido de la vida de doña Lidia, mujer especial por donde se mire, estuvo unido intrínsecamente a momentos apasionantes de la historia de Bolivia en una especie de tres vías que corrieron paralelas: el proceso de la Revolución Nacional luego de las sacudidas de la Guerra del Chaco, los dificultosos primeros avances para el ejercicio de la ciudadanía de las mujeres y la propia fragua de su vida.
Un camino vertiginoso de tres vías cuyas hebras son casi imposibles de separar: 1944, carnet de identidad para las mujeres; 1945, para las mujeres derecho al voto en las elecciones municipales, pasos de una “ciudadanía a medias, una especie de decisiones con carácter de prueba”; 1947, participa en la huelga de trabajadores bancarios que pedían mejora de sueldos, es despedida e inicia su vinculación con el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR); 1948, juramento “clandestino” al MNR, correo, conspiradora y varias veces detenida; 1949, asonada promovida por el MNR, activa en “grupos de honor”, Comandos Femeninos y Barzolas; 1952, triunfo de la Revolución Nacional; 1978, Vicepresidenta del Congreso Nacional, golpe de Natush Busch contra Wálter Guevara; 1979, Presidenta de la República, golpe de Luis García Mesa, tres meses en la Nunciatura y luego exilio; 1982, retorno de la democracia, embajadora en Colombia.
Probablemente este recorrido era previsible teniendo en cuenta que su entorno familiar predisponía, por el ejemplo más que por la arenga, a no tenerle miedo a la aventura, desde la militancia de un abuelo liberal fanático, un padre obsesionado con una teoría que explicaba el movimiento de la tierra a la que dedicó la energía de su vida, y una madre severa a la que la adversidad de una temprana viudez y las dificultades económicas fraguaron en fortaleza y mente abierta que le “(…) prohibió llorar desde muy pequeña”, y contra viento y marea, pese al catolicismo del reducido círculo familiar, la inscribió en el Instituto Americano en Cochabamba, la bucólica ciudad que respiraba alrededor del campanario de la catedral y unas cuantas familias dueñas de haciendas.
La misma ciudad de sus primeros años de juventud, desde donde partió, casada con un paraguayo prisionero de guerra, y a la que regresó poco tiempo después con su pequeña hija, “para bien o para mal yo había decidido que mi destino estaba en Bolivia”. Consecuente con ese destino elegido “(…) la verdad es que ingresé en la actividad política -como muchas otras decisiones de mi vida- prácticamente por instinto”, la mirada de Lidia Gueiler miraba el pasado y no se arrepentía de nada.