Victoruro Sepúlveda
Hace 50 años que la dictadura pinochetista irrumpió en Chile con su espejismo de progreso y liberación. A veces, unir los eslabones de cadenas puede ser un poderoso acto de rebeldía.
Recientemente, en el taller de tapicería “El Lolo” de mi amigo Amid Vásquez, en Iquique, entre sus herramientas y materiales, he encontrado una moneda antigua de 10 pesos chilenos. En la cara de la moneda aparece la efigie en relieve de una mujer alada con los brazos en alto y con unas cadenas rotas en las muñecas. Distribuida a izquierda y derecha, a la altura de su cintura, aparece esta fecha: 11-IX 1973; por debajo, bordeando el ribete, va la palabra LIBERTAD. Arriba, también bordeando el contorno de la moneda dice REPUBLICA DE CHILE. Al reverso, el sello indica el valor de 10 pesos y el año de emisión: 1977, todo ornado por una corona de laureles.
A esta moneda, evidentemente conmemorativa, la llamaron “El Ángel de la Libertad” porque con las cadenas rotas simbolizaba la liberación del país del comunismo. Pero el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 en Chile fue una detestable traición al presidente constitucional Salvador Allende, perpetrada por el entonces Comandante en Jefe del Ejército, Augusto Pinochet, quien poco antes había jurado lealtad y obediencia para defender la Constitución. De la noche a la mañana, surgió una dramática división y polarización en el seno de las familias chilenas, se acabó la sana convivencia entre hermanos y el derecho a pensar diferente. Los adversarios políticos pasaron a ser enemigos peligrosos para el régimen impuesto por la fuerza y comenzó una dura represión con persecución a los dirigentes de la Unidad Popular y a los sospechosos de comulgar con la izquierda, quienes en muchos casos pagaron con su vida la disidencia.
Mediante radio, televisión y periódicos se emitían bandos militares con órdenes estrictas para reorganizar a la población bajo la bota militar.
Yo me encontraba estudiando la carrera de Pedagogía en Educación Musical en la Universidad Católica de Valparaíso, que en ese momento era considerada el “barómetro político” de Chile porque ahí se manifestaban libremente los estudiantes de todas las tendencias ideológicas y las pugnas entre los partidos políticos se hacían evidentes. Luego del golpe militar de septiembre, en octubre de ese año, llamaron a reanudar las clases suspendidas casi tres meses por la convulsión política y social que vivía el país. Mediante radio, televisión y periódicos se emitían bandos militares con órdenes estrictas para reorganizar a la población bajo la bota militar.
La Facultad de Música se encontraba en un antiguo convento franciscano en el cerro Barón, con vista al puerto; compartíamos el edificio con el Instituto de Matemáticas. Al retornar aquella vez vi piquetes de soldados armados en todas las esquinas. En la puerta de entrada al convento, una aglomeración de estudiantes se registraba o mostraba identificación para el ingreso, controlado por carabineros fuertemente armados en tenida de combate y unos guardias civiles con uniforme azul y un palo en mano, a los que nunca habíamos visto antes. No existían hasta ese momento. (Rápidamente, el ingenio popular los bautizó como “paquetes de vela”, por pacos y por las velas que se vendían en un paquete azul). Una vez adentro, congregados en el patio los alumnos de ambas facultades, llegó el enviado de la nueva rectoría designada por los militares, quien pronunció un encendido y agresivo discurso poniendo en claro las nuevas normas que todos deberíamos cumplir al pie de la letra desde “hoy en adelante” y “al que no le gustara se podía ir a su casa”. Que el país había cambiado. Que se incorporaban nuevas materias de estudio para aprender rectitud y obediencia. Seguridad nacional, como ramo obligatorio, sería dictado por un oficial de la Armada. Los varones estaban obligados a usar traje formal con el pelo corto y sin barbas. Las señoritas debían vestir faldas o vestidos de colores sobrios. El uso de los pantalones para ellas estaba prohibido. El control para el cumplimiento de estas nuevas disposiciones estaba ya en manos de este nuevo cuerpo de guardias privados, presentes en todas las facultades de la universidad, es decir en manos de los “paquetes de vela”.
Los varones estaban obligados a usar traje formal con el pelo corto y sin barbas. Las señoritas debían vestir faldas o vestidos de colores sobrios. El uso de los pantalones para ellas estaba prohibido.
El descontento flotaba en el ambiente pero nadie dijo algo por el temor a ser detenido o desaparecido, como le estaba pasando a tantos otros en esos días, también a los universitarios de todo Chile sospechosos y en la mira de la Junta Militar. Al entrar en las aulas, se apreciaba cuán disminuido había quedado el sector estudiantil. Algunos compañeros no se habían atrevido a volver y otros ya habían sido apresados. Un alumno de nuestro mismo curso hizo de soplón para decidir quién debía ser expulsado o detenido y quién podía seguir estudiando. El director de la Carrera y los mejores profesores ya no estaban. A mi grupo lo llamaron el de los “hippies volados” por pelucones, usar vestimentas coloridas estrafalarias y fumar yerba. Debíamos firmar obligadamente una carta-compromiso de no participar en política y ni siquiera opinar, entre otras cláusulas ridículas para permanecer en la universidad. Se decretó el estado de sitio con toque de queda y orden de disparar a los infractores. Las Fuerzas Armadas tomaron las calles en todo el país. Descabezaron los sindicatos tomando el control total de las fábricas, empresas estratégicas, gremios y actividades civiles. Se creó la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional), organismo siniestro integrado por militares en retiro y en servicio activo, además por reconocidos civiles de extrema derecha, con amplias facultades para investigar, perseguir, detener, asesinar y hacer desaparecer a los sospechosos de ser comunistas o tener ideas de izquierda afines a la Unidad Popular del derrocado presidente Salvador Allende. Se oficializó el soplonaje y cualquiera podía denunciar a su hermano o vecino de ser un peligro para el gobierno militar recién instaurado. Los allanamientos violentos y detenciones se volvieron pan de cada día y en las noches los disparos con ráfagas de metralleta y armas de guerra de grueso calibre se oían, especialmente, en los barrios periféricos y poblaciones populares de todas las ciudades de Chile. Se encendían hogueras para quemar libros, discos, banderas y todo tipo de elementos incautados que podían tener relación con el gobierno anterior. El terror, el miedo y la desconfianza se enquistaron en gran parte de la sociedad.
Pasaron días, meses, años, y nos fuimos acostumbrando a convivir con aquella realidad aberrante que duró diecisiete años. Es destacable que Chile fuera el primer país en el mundo que eligió por la vía democrática a un gobierno socialista marxista-leninista y que luego se liberara de la dictadura también por el voto popular en las urnas.
Cuando pude usar bigote, me dejaba el lado izquierdo un poco más largo argumentando que era para tapar una cicatriz. Le llamaba el “bigote protesta”.
Los intelectuales, jóvenes, artistas, poetas y músicos en la clandestinidad fuimos perdiendo el miedo y aplicamos el ingenio y la creatividad para inventar sutiles canales de expresión y manifestar el descontento. En mi caso, cuando pude usar bigote, me dejaba el lado izquierdo un poco más largo argumentando que era para tapar una cicatriz. Le llamaba el “bigote protesta”. El arte se fue transformando en un instrumento de resistencia para toda una generación.
Terminando el año 1973, dejé mis estudios universitarios para contraer matrimonio y alquilé una casa-quinta en Villa Alemana, tranquila comuna semi rural distante a una hora en tren de Valparaíso. Instalé allí un pequeño laboratorio fotográfico, un taller de artesanía en telares y una sala de ensayos para hacer música, actividades que permitían ganarme la vida. Albergué también allí, por un tiempo, a un talentoso amigo artesano de origen mapuche que trabajaba en cuero y estaba siendo perseguido en Valparaíso por sus vínculos políticos, a Eduvino Enipane, personaje muy simpático y armónico. Junto a él, hicimos rápidamente amistad con otros artesanos locales de nuestra generación que vivían comunitariamente en una parcela rural de Peña Blanca, pueblo vecino a Villa Alemana.
Nos juntábamos a menudo en la estación del ferrocarril al atardecer, a conversar y compartir lo que cada uno traía mientras pasaban los trenes. Esa amistad se fue transformando en hermandad y nos sentíamos relativamente lejos y a salvo de la violenta represión que ocurría en las grandes ciudades. A esa hermandad se la conoció después como “El Molino Mental” porque nuestras mentes giraban como un molino y por la gran cantidad de molinos de viento o aerobombas que había por allí, la mayoría en desuso, para abastecer con agua de pozo a la población, cuando no existía la red de agua potable. (En la actualidad, el molino es el emblema oficial de Villa Alemana). Con los amigos artesanos de la comunidad de Peña Blanca practicábamos el trueque. Ellos horneaban pan fresco todos los días y nosotros lo intercambiábamos por naranjas y otras frutas y alimentos que producíamos en la casa-quinta. Nos visitábamos a menudo para celebrar cumpleaños, fiestas y divertidas reuniones. Trabajábamos juntos en diferentes actividades. Nos prestábamos herramientas para los trabajos comunitarios y solidarios. Con uno de ellos inauguramos el Taller de Fotografías VICJU (por Víctor Hugo y Juan Vásquez). Atendíamos bautizos, matrimonios, graduaciones colegiales y todo acontecimiento social. Revelábamos las fotos en blanco y negro pues el proceso a color casi no existía y era muy caro.
En diciembre de 1974 nació mi primera hija, Amapola, en Valparaíso. Durante mi ausencia dejé la casa al cuidado de mi amigo y socio del taller VICJU. Después de pasar las fiestas de navidad y año nuevo con los abuelos en el puerto, decidimos regresar a la casa-quinta con la recién nacida. Sería la primera o segunda semana de enero de 1975. Tomamos el tren de la tarde en la estación Puerto pensando que al llegar encontraríamos a todos los amigos del Molino Mental, al atardecer como siempre, en la estación de Villa Alemana, y los convocaríamos a una fiesta de bienvenida para celebrar el nacimiento. Volvía feliz, con más familia y con más planes e ideas para realizar en comunidad. Al bajar del tren nos divisaron dos amigos y corrieron a nuestro encuentro para ayudarnos con el equipaje. También para contarnos que, esa misma tarde, mi casa había sido allanada por la DINA y la parcela de la comunidad en Peña Blanca también.
Marines y civiles armados preguntaban insistentemente por los artesanos que le unían las cadenas al Ángel de la Libertad de las monedas de 10 y 5 pesos.
Las cuadras que separaban la estación de mi casa se hicieron más largas que nunca porque el tiempo de caminata con las rodillas temblando parecía eterno. Calle Latorre con Madrid. Desde el portón vi la luz encendida de la casa al fondo del terreno y un montón de basura en su puerta. Mi compadre Juan Vásquez salió a recibirnos con una expresión de terror que ha quedado grabada para siempre en mi memoria. Con el semblante desencajado, hablaba entrecortado, muy nervioso. Había llegado esa tarde un grupo grande de marinos fuertemente armados, con las caras pintadas y uniformes camuflados. También un grupo de civiles con lentes oscuros y pistolas asomando de entre sus ropas. Estuvieron más de tres horas revisando y revolviendo todo. Preguntaban insistentemente por los artesanos que le unían las cadenas al Ángel de la Libertad de las monedas de 10 y 5 pesos.
Mientras los marinos comían las frutas de los árboles en el patio, adentro los civiles revisaban y destrozaban todo. Al laboratorio fotográfico le dieron vuelta y velaron cajas de papel virgen y muchos metros de película que eran nuestros materiales de trabajo. Se llevaron un cajón con negativos de 35 milímetros. La sala de ensayo deshecha. Sacaron todo el aislamiento acústico de las paredes, hecho con cartones de huevos y manzanas. Los instrumentos en el suelo. Los colchones tajeados y la ropa en el piso. Igual en la cocina. El caos era mayúsculo. El montón de basura en la puerta de entrada eran los libros, los diarios, los papeles y todos nuestros efectos personales que después de revisarlos minuciosamente apilaron afuera. Las herramientas habían sido de su especial interés, a ver si descubrían cómo era que las usaban para unir las cadenas al Ángel de la Libertad en las monedas que ya andaban circulando en el país.
Nosotros nada sabíamos de eso. Nunca habíamos visto semejantes monedas. Pero los milicos nos dejaron la idea. Hacerlo resultó muy fácil. Con un martillo, un clavito y suaves golpes se podía hacer una muesca sobre la figura del Ángel para que los eslabones de su cadena se juntaran.
Con el temor de que regresaran los soldados, pero confiados en que nada habían encontrado para incriminarnos, fuimos recuperando la confianza y ya nos atrevíamos a unir nosotros mismos las cadenas en cada moneda de 10 o de 5 pesos que caía en nuestras manos. Porque el Ángel de la Libertad estaba encadenado por la dictadura. Jugábamos también con el peligro, al cara o sello. Lanzábamos al aire la moneda con el Ángel encadenado, para que nos cuidara y decidiera a quién le tocaría gastar y, por tanto, hacer circular las monedas intervenidas.
Chusakeri-Bolivia, septiembre de 2023