Hizo correr el rumor de su propia muerte para nacer a una nueva vida. Ahora regenta un próspero negocio familiar. Pero, cuando siente que alguno de sus seres queridos está en riesgo, el Pitus sale de su tumba para exigir respeto a su memoria.
El Pitus está muerto. El Pitus se enamoró, tuvo tres hijas, una esposa y una familia que mantener, que proteger. El Pitus se olvidó del pasado, del dolor y de la pobreza, esa que urge el alimento a la boca, esa que obliga a canjear la niñez. El Pitus inició una vida ordinaria, de trabajador furtivo. Ahora regenta un local, una óptica. Vende lentes, gafas y otros artículos que prometen mejorar la visión. Lleva a sus niñas a la escuela y se apura en retornar a la tienda, no sea que un cliente se desanime de esperar afuera. Ahora esas son sus preocupaciones.
No siempre fue así. Antes, cuando su única forma de vida era la violencia, su cuerpo le pertenecía a otra actividad, a un vicio que jamás mantuvo en secreto para nadie: era el líder de una pandilla. Su ciudad, El Alto, lo vio arremeter contra las paredes, contra las personas; sobrevivir a partir de ellas, de su dolor.
Ahí se hizo eterno. O al menos eso es lo que dice.
Antes, cuando su única forma de vida era la violencia, su cuerpo le pertenecía a otra actividad, a un vicio que jamás mantuvo en secreto para nadie: era el líder de una pandilla.
Si por el Pitus fuera, dejaría sus recuerdos atrás, en el depósito, y los guardaría en un cajón oscuro, sellado. El polvo y las ratas se encargarían de avejentar esas memorias. Pero no las llevaría al basurero, eso nunca. En el fondo, muy adentro, son su orgullo, son parte gloriosa de la vida que supo manejar, liderar.
Nació en El Alto en una fecha que prefiere no contar, pero dice que vio a Bolivia llegar al Mundial del 94, aunque no alcanzó a disfrutar de la Copa América del 63.
Fue bautizado como Luis.
Freddy le pregunta que a cuánto cuestan unas gafas oscuras, con degradé. Se las prueba y ve su reflejo en uno de los espejos empotrados en las paredes del local.
Me queda bien, comenta Freddy. Luego ríe.
El Pitus le da un precio que no alcanzo a escuchar por el chillido de la bocina de una volqueta que pasa afuera.
−Muy caro, hermano. Cuando consiga dinero te compro.
Freddy me trajo acá, a la óptica del Pitus. Es periodista. Se conocieron en la escuela, cuando aprendían juntos a contar los números, a balbucear el lenguaje. La amistad les perdura hasta ahora, con más de 30 años en las espaldas.
Con la mano, el Pitus nos hace la seña de que esperemos: tiene el celular pegado en el oído. Hace unos segundos, una canción de cumbia rebotó en el bolsillo de su pantalón jean.
Poco después, cuando iniciamos la charla, me dice:
−Un día te das cuenta que tienes que sentar cabeza, que no puedes vivir así para siempre. Que tienes que dejar lo que estabas haciendo hasta entonces para avanzar, para crecer. Aunque, en el fondo, eso nunca se deja del todo.
El local es mediano. Hay un letrero (una cartulina naranja con letras negras) pegado en la puerta: “Hoy, solo por hoy, 2 X 1”. Adentro hay lentes, gafas y otros artículos similares. Una óptica común.
−Aquí en El Alto la cosa era muy jodida. Ahora sigue, pero más en los márgenes, ya no tanto por acá, por el centro. Hasta donde sé, ahora se reúnen más en sus barrios; a veces, los más avezados vienen a cazar hasta acá en las madrugadas.
El Pitus tiene los intersticios de los dedos cicatrizados de cortes, tajos. No es muy difícil darse cuenta de las armas utilizadas para dejar esas marcas.
Pero son las más leves. En la parte delantera izquierda de su cabeza, encima de su frente, su piel parece un pedazo de tierra inundado por la lava de un volcán. Un cráter. No hay cabellos. Cubre ese espacio derruido de su cuerpo con una gorra azul con detalles negros.
−Tiene dos marcas más en la espalda, bien jodidas. Casi lo matan. Por lo menos cinco veces te has salvado de la muerte, ¿no? –le dice Freddy, que le relata aquel detalle al Pitus con la naturalidad de quien evoca un partido de fútbol o de quien recuerda un amor que no fue.
Tiene dos marcas más en la espalda, bien jodidas. Casi lo matan. Por lo menos cinco veces te has salvado de la muerte, ¿no?
−Y la de la pierna más, mi primer tajo. Un cuate en la calle, en una avenida de la Ceja, me la sacó. Yo estaba borracho y de la nada se apareció y me gritó “¡Hey, Pitus!”; me di la vuelta, vino, me metió un cuchillo en la pierna derecha y jaló. No lo pude agarrar, se hizo bola. Mi pantalón lo dejó hecho mierda, toda mi pierna sangrando. Era de noche. Así y todo me fui a mi casa. –Ríe, se lleva la mano a la boca como para tapar sus dientes chuecos y filosos, como los de un tiburón, y los dos que le faltan (un incisivo y un canino), que son un hueco oscuro y profundo–. Unos amigos me dijeron: “Pitus, te vas a desangrar, vamos al hospital”. Les respondí: “Nada, mierda, ¡soy el Pitus!”. Como estaba muy ebrio no sentía el dolor, solo poquito. Cuando llegué a mi casa me puse alcohol, y cicatrizó nomás con el tiempo.
Afuera las personas caminan, la mayoría muy abrigadas a pesar del sol de la tarde. El frío es el clima permanente, incluso cuando el sol brilla con todo su esplendor; entonces ataca con toda su furia y quema nucas, mejillas y brazos como papeles al fuego. Adolescentes, cholas, mujeres jóvenes con más de un hijo, minibuses que van de Ciudad Satélite a la Ceja. Vidas que transcurren, que se ven las caras.
−Las de mi espalda me las hicieron en el colegio. Afuera, en las salidas. No dentro, aunque éramos capaces. No nos matábamos ahí, en pleno curso o patio, por nuestros padres. Para que ellos no nos mataran luego de ser expulsados del cole. La cosa era en la calle, pero con uniforme y todo. Yo tenía mis broncas desde changuito. Una de esas tardes escuché: “¡Pituuuuus!”, y di un paso justito hacia adelante, un salto. Esquivé el cuchillo como una patada. No del todo, me dejó dos marcas largas, como de alcancía gorda. –Vuelve a reír, cada vez que lo hace se tapa parte de la boca, saca un poco la lengua y sus ojos, ya achinados, se hacen más delgados, casi imperceptibles–. Las dos veces igualito. Querían dejarme sin un pulmón. Pero era el Pitus, a mí nadie me mataba.
–¿Y cuántos años tenías cuando pasó todo aquello?
–Trece. Todo duró hasta eso de mis dieciocho. Yo no soy el único. Hay unos que comienzan más temprano. Yo los veía, venían a pedirme ayuda. A veces les daba bola y otras los mandaba a la mierda. Unos mocositos que ya atracaban y hacían de descuidistas. Tendrían unos once años. Con todo, yo empecé un poco más tarde que ellos.
Luis empezó a trabajar a los doce años. Quizá menos, dice. Vendía cuadernos, lápices y dulces en la Ceja. Caminaba y ofrecía. Así todas las mañanas antes del colegio. Así conoció el mundo, la brutalidad de la selva de basura, puestos de venta, minibuses atascados en las avenidas delgadas, los k’olitos que amanecían en las calles, los amores vespertinos entre hombres en los parques abandonados y, por supuesto, la violencia justificada por la supervivencia: atracos y robos.
Luis empezó a trabajar a los doce años. Así conoció el mundo, la brutalidad de la selva de basura, y, por supuesto, la violencia justificada por la supervivencia: atracos y robos.
−Con todo, la cosa ya no es como antes. Ahora las pandillas se reúnen por WhatsApp y esas huevadas. –Ríe, con los mismos gestos, con la misma deformación del rostro–. Antes la cosa era directo en las plazas o en los lugares que coordinábamos.
El Pitus cuenta que solo recurre a su pasado cuando sus seres queridos se ven en peligro:
−Ahí nomás saco mi “chapa”, cuando me quieren joder o hacer algo a mí o a mi familia en la calle. Sucede alguna que otra vez: salto y les digo a los que nos joden: ¿Sabes quién soy yo? ¡Soy el Pitus! Ahí nomás se disculpan y se hacen bola. Otros se mean ese rato o se ponen pálidos; los más drogados, los más k’olados, “¿Qué vos no estabas muerto?”, me dicen. Y no, estoy vivo. Solo que muchos no saben. La mayoría piensa que he muerto. Esa vida no me conviene, la dejé atrás. Aunque –repite una vez más, como recordándose siempre ese mandato– esa vida no se deja del todo, te persigue. Pero de momento estoy bien. Como un fantasma. Una leyenda.
Buena gente es el Pitus, dice Freddy. Antes era muy jodido, de los más temidos de El Alto. Ahora se ha calmado. Se enamoró y isto, chau cuate. Y rápido ha sido papá, eso más. Le costó, pero logró salirse de esa vida de mierda. Tiene tres hijas. Harto quería un varoncito, pero nada, intentó e intentó. Ni modo, al menos ya no tiene a nadie para heredar el “negocio” (ríe sin malicia).
Llegamos a Villa Dolores, la zona contigua a la Ceja, el centro alteño. Son cuadras comerciales en las que los habitantes de la ciudad más joven de Bolivia generan los recursos necesarios para su subsistencia: venden alimentos, ropa y otros insumos.
−Antes esta zona era igual bien ruda. ¿Ves? Hay varios locales y discotecas. Aquí, en plena calle, luego de que alguna trifulca sucediera dentro de las fiestas, salían y se daban con todo, uno contra uno o grupo contra grupo. Dejaban las aceras manchadas de sangre. Ahora creo que está más relajada la cosa. Aunque ya no vengo tanto como antes y no te puedo asegurar qué tal va.
Freddy señala varias puertas de madera con anuncios arriba de ellas. Letreros coloridos con nombres variopintos. En uno que otro ya hay uno o dos “seguridades” –hombres vestidos con chamarras negras, protegidos y armados, que se paran en la puerta y te permiten o no ingresar– que charlan entre ellos mientras esperan la noche, cuando la cosa se hace más movida.
−Hace poquito, creo que menos de un mes, justo con el Pitus vinimos a uno de estos locales. Apenas logramos irnos. Era después de la ch’alla de Carnavales. Me invitó a su local y, luego de ofrendar a la Pachamama, nos animamos a ir con unos amigos más. Ya no recuerdo a qué local entramos, pero salimos de madrugada. Estábamos muy mal.
Eso sí, Freddy no olvida algo que se prometieron aquel día, una consolidación de un pacto pasado:
−Esa noche, con los amigos con los que nos encontramos, nos recordamos un juramento que nos hicimos hace mucho, cuando aún éramos jóvenes. –Ríe y recuerda en voz alta–: Vamos a ser los mejores de los mejores. Si vas a ser periodista, me decían, tienes que ser el mejor. Si vas a ser abogado, le decíamos a un amigo que ahora vende hamburguesas en la Ceja, tienes que ser el mejor. Si vas a ser pandillero, le decíamos al Pitus, tienes que ser el mejor. Así nos motivábamos. Ahora solo nos abrazamos. Pero fue “divertido”.
Si vas a ser periodista, me decían, tienes que ser el mejor. Si vas a ser abogado, le decíamos a un amigo que ahora vende hamburguesas en la Ceja, tienes que ser el mejor. Si vas a ser pandillero, le decíamos al Pitus, tienes que ser el mejor.
A Freddy le fue bien: ya cuando cursaba Comunicación Social en la UMSA, y también cuando egresó, fue becado a diferentes países del mundo: EEUU, Colombia, México y Ecuador. Su alto rendimiento académico y su talento periodístico le permitieron salir de Bolivia y conocer a esos colosos internacionales. Su sueño es volver a salir del país y establecerse, preferentemente, en suelo estadounidense.
Caminamos. Hay viento, a pesar del cielo despejado de nubes. El Huayna Potosí parece soplar hacia la ciudad. Llegamos a la plaza Juana Azurduy.
−Este era un ring. Aquí se sonaban jodido las pandillas. Una a una. ¿Ves esos círculos de piedra como coliseos romanos diminutos? Ahí se agarraban Los Tortugas con los Batos Locos, los de La Maldad con Los Buscados, y otras pandillas con otras. Duro. A veces uno a uno. Los demás animaban en círculos de espectadores. Más de una vez estuve ahí. Por suerte me retiré changuito de estas cosas.
Freddy, mientras nos paramos delante de las rejas de la plaza donde varios niños juegan y corren, familias esperan a sus hijos que se divierten en las máquinas, parejas de enamorados conversan y se besan en las bancas, vendedoras de dulces o de chantilly anuncian sus productos, me relata la vez que decidió alejarse de lo que lo estaba por alcanzar.
−Estaba bebiendo con unos cuates en un local, por acá, a la vuelta. –Señala con el dedo la siguiente avenida–. De la nada apareció el Pitus y me lo echó mi vaso de cerveza al piso. Yo le pregunté “¡Qué pasa!”, obvio con mucho respeto. En aquel entonces, el Pitus nos daba mucho miedo. Era un gran amigo, pero le temíamos. “¡Carajo, vos no tienes que estar aquí, ya no puedes seguir aquí! Vos tienes que dedicarte a estudiar. Tienes cabeza. ¿Qué hemos hablado? Tenemos que ser los mejores, los mejores. Y así no vas a ser el mejor. Así que vete, ya no quiero verte más por estos lugares”.
Y me fui, dice Freddy. No sé si porque me convenció con su discurso o más por el miedo a que me pegue. –Ríe–. Obvio, con el tiempo iba de tanto en tanto, pero mucho menos que antes. Ya entré a la U, salí, trabajé, viajé y así.
Llegamos a un local de puerta de vidrio de tres metros de ancho, aproximadamente. Nos detenemos.
−Aquí trabaja el Pitus –anuncia Freddy.
Abre la puerta. Las paredes desbordan de lentes. Delante del mostrador está parado un hombre con cabeza ancha, ovalada horizontalmente (como una sandía pequeña), ojos con líneas rojas, un gorro, chompa delgada de lana verde y cuello V, otra chompa debajo, pero de cuello de tortuga, ploma, y pantalón jean.
−¡Cómo es, Pitus! –le grita Freddy cuando da el primer paso.
−Hay varias razones por las que los chicos entran a las pandillas –cuenta Óscar Martínez, psicólogo social, escritor y exintegrante de una “mara”, como él confiesa−. Se han ido transformando desde los 90, aquellos años aciagos de mi vida en los que estuve metido en esas cosas. Tienen un fuerte componente ideológico, pero en realidad son más identificaciones, está muy relacionado con la identidad, con la pertenencia. Su identidad de clase, cómo se perciben a sí mismos. Antes se creía que para ser un pandillero necesariamente tenías que ser pobre, marginal, pertenecer a una villa, a una ladera. Tanto en La Paz como en El Alto. Y sí, mucho de verdad había en eso, pero no era una regla. Las pandillas tenían integrantes de diversas clases sociales.
Antes se creía que para ser un pandillero necesariamente tenías que ser pobre, marginal, pertenecer a una villa, a una ladera. Tanto en La Paz como en El Alto. Y sí, mucho de verdad había en eso, pero no era una regla. Las pandillas tenían integrantes de diversas clases sociales.
Muchos han entrado porque no les quedaba otra, añade. Los colegios estaban plagados de pandilleros, por lo que era más seguro estar en una pandilla que no estarlo. Por protección: cuando hay muchos pandilleros que te quieren romper no te queda más que unirte a otra para defenderte. Otros también entraban porque querían, no por protección. Eso sí, cada pandilla tenía sus ritos de iniciación. Mientras más prestigio tiene la pandilla, más jodido era aquel rito. Una buena pandilla te ofrece protección, seguridad e identidad. No era fácil entrar a una de ellas, tenías que conocer a gente de ahí.
Martínez detalla que una de las causas de aquella euforia se dio por la sociedad de aquellos años, el contexto económico: “No me refiero a que ahora nos sobre el dinero, pero la situación de pobreza no es la misma, no hay tanta carencia como antes. Sobre todo en los espacios de ocio. Esa fue una de las razones de la importancia de los concursos de baile: te daban un capital simbólico fuerte. Los que ganaban dichos certámenes tenían dinero, ropa, mujeres…”.
Así es que se refiere a los agentes socializadores y culturales, como el Hip Hop: “Fue muy importante, aquello modificó las percepciones, incluso los nombres de ciertas pandillas. Todo ello formó parte de la transición de estos grupos: películas, videos, grupos de Hip Hop y más. La película Sangre por sangre, por ejemplo, influyó mucho en las pandillas, tanto en los comportamientos como en el lenguaje. Los neologismos y demás”.
−Entre otras cosas, las pandillas y todo aquello estaba muy estigmatizado e incluso romantizado. Había visiones muy sesgadas: si te veían con gorra y con pantalones anchos, asumían que eras pandillero, maleante. Y por supuesto te veían mal. Eso venía por los medios de comunicación (que ya sabemos cómo son…) y por la opinión pública. Ahora, por otro lado, se romantizó todo este movimiento por la visión misma de los jóvenes: ser el malote de la calle, el justiciero, daba respeto, gloria.
Martínez cuenta también que, ahora, mucho de aquello ha cambiado. Que la transformación fue tal que incluso muchas de las palabras usadas por aquellos pandilleros ya no existen, así como la cantidad de grafitis dibujados en las paredes y los nombres de los mismos grupos.
−El “boom” de las pandillas duró hasta finales de 2005, aproximadamente, por lo que pude ver. La presencia de estos grupos en las calles, en el imaginario social, era mayor. Ahora parece ser más marginal, tanto por lo que se puede ver a diario como por las estadísticas y estudios al respecto. Ha mutado, ya se ven menos chicos en las pandillas, menos violencia.
En la película Pandillas en El Alto (Milton Ramiro Conde, 2009), largometraje de tres horas y veinte minutos, Leonardo, un estudiante de la pre-promoción de su colegio, pasa de ser un alumno modelo e hijo mayor ejemplar a convertirse en el líder de Los Marginados, una pandilla pequeña que luego se uniría a Los Sepultureros, un grupo más grande y en el que la violencia es mayor, ya no un pasatiempo, sino una forma de vida. Leonardo acepta y ve cómo su vida se va poco a poco hacia un abismo sin salida.
La cinta fue rodada por estudiantes y profesores de la Unidad Educativa del Rosario, de Horizontes, barrio de calles planas y adoquinadas, de casas de murallas de adobe o de ladrillos con retazos de estuco. La historia comienza con la escena de una madre que cierra la puerta metálica de su casa con todas las chapas que puede e incluso con una tabla de madera para que su hijo, que es pandillero, no salga de noche. Pero el hijo, que no puede faltar a la “reunión”, piensa un poco y, cuando su mamá entra a su cuarto, escala su muralla y salta a la calle. Debe ir a dar encuentro a su grupo, a su “verdadera familia”.
Las tomas no son muy prolijas ni las actuaciones las mejores, pero al conocer que el presupuesto con el que se contó para la realización de la historia fue el mínimo, uno no puede dejar de admitir que el efecto buscado por los que llevaron a cabo este proyecto se logró: hacer conocer la violencia y ruina que involucra formar parte de una pandilla en El Alto. O en cualquier parte del país.
Según datos que maneja la Policía de Bolivia, en la ciudad de El Alto existen más de 20 pandillas identificadas, las cuales agrupan desde treinta hasta cien miembros. La mayoría de los integrantes oscilan entre los catorce y dieciocho años. Entre las más “destacadas” están La Vagancia, La Maldad, Otarso, Los hijos de nadie, Las Tortugas, Los Buscados, La Warner Bross, Los Batos Locos y otros. Cada una pertenece a un territorio (la 12 de Octubre, Ciudad Satélite, Río Seco, Villa Dolores, Senkata, etc.) y lo cuida como si tuvieran en sus manos los papeles de propiedad de aquellas tierras. Pero la más conocida por su abrumadora cantidad de pandilleros y el terror que causan por las noches es El Gran Cartel, que opera prácticamente en todo El Alto, siendo la Ceja su principal punto de encuentro y de abastecimiento.
Según datos que maneja la Policía de Bolivia, en la ciudad de El Alto existen más de 20 pandillas identificadas, las cuales agrupan desde treinta hasta cien miembros. La mayoría de los integrantes oscilan entre los catorce y dieciocho años.
En la película, una vez que Los Marginados han ganado fuerza en su territorio, son convocados por Los Sepultureros a integrarse a ellos o a desaparecer. Leonardo, como el líder de su banda, decide ir y aceptar la invitación junto a unos cuantos de sus compañeros. El Pitus pasó por el mismo procedimiento cuando El Gran Cartel los invitó a unírseles. Así como en el caso de Los Marginados, los amigos del Pitus estaban conscientes de que unirse a una pandilla así de grande y violenta implicaba acciones mayores. La cosa iba demasiado en serio con ellos.
−Nosotros éramos jodidos como grupo. Nos bautizamos JPS: Jodidos Por Siempre. Éramos changos de catorce años que nos dábamos con mayores, con algunos de veinte años incluso. Sabíamos pelear bien. Recuerdo que para elegir al líder nos fuimos a Achocalla a sacarnos la mierda. De los veinte que éramos, quedamos tres. Estábamos hechos puta, cansados, con sangre en nuestras ropas. Así que decidimos que íbamos a ser los tres. Así nació nuestra pandilla. Y fue creciendo, así como en la película –El Pitus también vio la cinta: la compró pirateada en la Ceja–. Pero nuestros bautizos eran más jodidos: había que pelear con cadenas, resistir. Pero hasta ahí. Atracábamos y, alguna que otra vez, íbamos a “cobrar” (cogotear). Pero no los matábamos, los hacíamos asustar nomás a los borrachos. Les sacábamos todo y listo, los dejábamos por ahí. Ese era nuestro límite. Con el Cartel iba a ser otra cosa, ahí la cosa es asesinar. Yo no entré. Algunos de los nuestros sí. Yo preferí quedarme donde estaba. Quién diría que, con el tiempo, en uno igual o peor me iba a convertir. Pero aquella vez les dije que no, gracias. Tampoco me obligaron, me tenían respeto.
En Pandillas en El Alto los personajes principales (Leonardo y su familia) acaban muertos. El Pitus está vivo. Bueno, Luis, el hombre del carnet expedido por el SEGIP. Algunos de sus amigos también. Otros no. Sus nombres quedan anotados en un registro diferente: el de los cementerios. En las placas de metal de los panteones.
−Al Fercho lo han matado, pues, ¿ya no te acuerdas?
Freddy piensa, hace memoria. La voz del Pitus lo lleva años atrás, cuando Fernando, el Fercho, aún adolescente, los acompañaba a tomar “combos” o a jugar fútbol a una de las tantas pequeñas canchas de cemento de El Alto. Cuando compartían el curso del colegio.
−Pensaba que seguía vivo.
−No, apareció muerto nomás en no sé qué barranco. Su propio protector lo mató, dicen. Nadie puede asegurar nada, solo hay rumores.
−¿Por qué? –pregunta Freddy, aunque, por lo que expresan las facciones de su rostro y el tono apagado de su voz, intuye la respuesta.
−Por cojudo. Me contaron que le robó al Navajas, su protector, uno de los más pesados del Barrio Chino (el de La Ceja)–. Una noche se fueron a tomar los dos a la casa del Navajas y lo había hecho enyucar waso. Así que el Fercho lo encerró en su cuarto y aprovechó para sacarle todo lo que le alcanzó de la casa: televisores, radios, joyas, perfumes, celulares y otras cosas de valor. Se había hecho al cojudo luego: “Yo no sé nada, hermanito, yo también estaba durmiendo. A mí igual me encerraron en un cuarto y luego me sacaron unos encapuchados, me golpearon y me llevaron en un taxi lejos y me botaron”.
−¿Cómo funciona eso del protector? –le pregunto al Pitus, interrumpiendo un momento la historia del Fercho y del Navajas.
El Pitus se arremanga, entrelaza sus manos y me mira como un profesor a un niño:
−Un protector es un pesado, uno de los más jodidos y temidos de la calle, que no deja que te golpeen o que te hagan daño. Obvio mucho menos que te maten. No es gratis, por supuesto. Con algunos funciona con la entrega de mercancía robada. Digamos que si yo robo diez celulares en una semana, tengo que darte por lo menos dos como mi protector. Ahora que también eso depende: en la mayoría de los casos se paga con sexo.
−¿Los protectores son gays?
−La mayoría. Se los dan a los nuevitos más que todo, los más temerosos del hampa. Los que están comenzando. Son carne fresca. Son bien trolos algunos de los protectores. Viejos. Se cogen a todos los que pueden.
“Así como en la cárcel”, añade Freddy, que escucha atentamente la historia de su amigo, los datos, las posibles referencias. Lugares que puede excavar con el tiempo. Su olfato periodístico.
−Sí, igualito. No tienes que faltarle el respeto nunca a tu protector, menos intentar mamarle o robarle. Y el Fercho se ha metido en eso por cojudo. Robarle al Navajas, uno de los rateros más hábiles de El Alto…
El Pitus termina su relato contando que una noche, en plena Ceja, un hombre flaco pero pequeño, encapuchado, encontró al Fercho caminando borracho a eso de las dos de la madrugada con un amigo. “Hey, Fercho”, le habló cuando se puso frente a él, le clavó la punta de una pistola en el estómago e hizo fuego. Luego se lo llevaron. “Ese amigo con el que estaba esa vez el Fercho nos ha contado luego en una fiesta. Estábamos seguros de que el encapuchado era un enviado del Navajas”.
−Lo anecdótico es cómo murió luego el Navajas. Cuando ya estaba por cumplir sesenta años, arrugado y lleno de cicatrices en el cuello y en la cara, una noche, en una discoteca de por acá, lo agarraron varios de sus protegidos, lo golpearon y al final le metieron un tubo por el culo. Le entró hasta los intestinos.
El cuerpo lo dejaron allí, en plena discoteca. Creo que después lo recogieron los polis, no sé. Son bien discretos acá los pacos. No les conviene meterse adentro. Es jodido.
−Soy un difunto. Me gusta este anonimato, el ya no existir. Ser una leyenda, un nombre que se recuerda o que se imita. Y me conviene. Ya no puedo estar en ese mundo.
Luis, ya no el Pitus, pero siempre el Pitus, habla como si el tiempo le fuera esquivo, como si se aferrase a sus palabras, a la promesa que se hizo cuando nació su primera hija, cuando decidió dejar totalmente la vida de cuchillos, sogas, celulares, atracos y muertes, convencido de que su muerte ficticia de hoy podía haber sido –con mucha seguridad– la expiración real de ayer.
−Hace poco, acá, en uno de los locales más grandes de El Alto, las pandillas hicieron una fiesta enorme, apadrinada por los mayores, muchos de ellos protectores y así. Los pesados de los pesados. Pero ya viejos, mayores. Sin fuerzas, la mayoría fuera del negocio. Me llegó una de las invitaciones, con ribetes dorados y los nombres de los conjuntos que se iban a presentar, así que fui un rato. Pura música Tecno, como las que bailábamos cuando éramos changos. Incluso hacíamos coreografías que representábamos en Sábados Populares. Ahí me encontré con varios amigos. El Max –le habla a Freddy– tiene su tienda de dulces cerca del Mar Azul (discoteca de la Ceja). Ahí también, en las madrugadas, los k’olos y cogoteros dejan lo que robaron para que ni la policía ni nadie les quite lo que obtuvieron. Pero bueno, nos saludamos y eso. Fui con mi esposa. Bien estaba. Ya me estaba por ir y de la nada escuché una voz en mi espalda: “Hey, Pitus, Pitus, Pitus”. Me di la vuelta y era un chango menor que yo. “Qué tal, hermanito”, le respondí. No lo reconocí, quién sería. “Ahora pues nos sacaremos la mierda”, me dijo. Yo estaba con mi esposa. Ahí pensé unos segundos. Estaba borracho y tranquilamente podía decirle “ya, vamos afuera”, y le sacaba su puta. Como antes. Pero no: mi esposa me apretó fuerte de la mano.
−Yo no soy el Pitus, hermanito. El Pitus está muerto.
El cuate se quedó ahí parado, confundido, se dio la vuelta y caminó hacia otro grupo. Olía a clefa.
Diez minutos más y me fui con mi esposa a mi casa.
−Me tuve que morir. Fingir. No como hace unas semanas, donde casi muero de verdad. Me estrellé con un taxi en la carretera a Oruro, de donde venía un poco tomado con un amigo después de estar en el matrimonio de un cuate. Mi cabeza dio con el parabrisas de mi vagoneta. Todo por no ponerme el puto cinturón de seguridad. En fin, al menos no me pasó nada grave. Ni a mi cuate ni al hombre del taxi. Más bien era cristiano y no me hizo problema, ahí nomás arreglamos. Claro, a los días. Primero me llevaron al hospital. Me cosieron. Esta cosa de mi cabeza, pues. –Se saca la gorra, inclina la cabeza, nos enseña la herida, el cráter–. Mi primera cicatriz de accidente, no de tajo ni de cadena ni de fierro –Ríe–. Pero para muchos hubiera sido sorpresa, para la mayoría de la gente de acá, de la Ceja y de Villa Dolores más que todo. Que el Pitus habiá muerto recién y no antes. Porque, una vez que conocí a Isabel, mi mujer, me quedé loco por ella. Ya nada me importaba, solo quería estar con ella. Luego se embarazó y listo, debía hacerme cargo. Algunos de mis amigos de aquel entonces me decían que no le diera bola, que no reconozca a la wawa y siga con ellos. No, les dije. Igual ya estaba cansado. Cualquier rato me iban a matar de a de veras, tenía muchos enemigos. Y la amaba a la Isabel. Nunca me había pasado algo así. De modo que nos hemos juntado nomás. Yo tenía veinte años. Pensé mucho y al final decidí: iba a correr el rumor de que me habían matado en una trifulca. En una batalla de pandillas. Les dije eso a varios de mis cuates. Al principio no querían, pero por último me comprendieron. Y así, poco a poco, mi nombre se fue disipando. Claro, de tanto en tanto, cuando iba de ocultas a una que otra chupa, escuchaba a algunos cojudos que decían “Yo lo he matado al Pitus, yo lo he vuelto difunto a ese cabrón”. Ese rato quería saltar, sacarles la mierda ahí mismo. Pero me controlaba. Por mi hija, me decía. Por la Isabel más que todo. Así por varios años. Diez. Nacieron mis dos hijitas más y, poco a poco, trabajando por aquí y por allá, en diferentes negocios, fuimos consolidando esta óptica con mi esposa. Nos va bien, muy bien. Invertimos en otras cosas más que no te puedo contar. –Ríe, cómplice de sí mismo–. Igual una que otra vez veo paredes grafiteadas con mi chapa, como si se la hubieran apropiado. O como un homenaje, no sé. No las escribí yo, sino otras manos. Me río nomás. Porque el original soy yo, el Pitus. Y yo ya estoy muerto.