El sexto día del noveno mes del año, 6/9, emulan una posición sexual igualitaria. De ahí el “día mundial del sexo”. Un pretexto para hablar de goce y tabú.
Sexo, entre el goce y el tabú
El sexto día del noveno mes del año, 6/9, es ciertamente un pretexto para hablar de sexo. Googleamos y encontramos la justificación. Se celebra el día mundial sexo debido a la coincidencia en la fecha con la posición sexual conocida como 69 que –dice- permite a dos personas practicar sexo mutuamente y de manera igualitaria. Buen pretexto, dijimos, para acompañar una entrevista con la vedette boliviana Mayte Flores, con otros textos de sentido lúdico, como ella misma asume su cuerpo y su libertad sexual, sin que ello deje de lado todas las capas que nos permiten entender la sociedad que somos, más allá del drama. Por eso en este número de Rascacielos hay goce y tabú, juntos y revueltos, en cada uno de los textos que a su modo hacen de pequeño espejo de nosotros mismos. Un fragmento diminuto de una infinidad de posibilidades de las que sería bueno hablar sin tanta vuelta.
La sexualidad, sabemos, es parte fundamental del comportamiento humano y de sus sociedades, por eso compartimos aquí mismo un texto publicado en el número 38 de Rascacielos (22 de septiembre, 2019) a propósito del libro de Gay Talese, El motel el voyeur, un gran retrato de la sociedad norteamericana a partir de aquella observación minuciosa de sus prácticas en la cama de un motel.
El amor frente al televisor
(o Desamores perros, amores gatos)
Hay una gata en el vecindario que gime de amores sin mesura, aun a la luz del día. Desvergonzada, escandalosa, pornográfica. Goza. Así y solo así, consentido, gozoso y abundante, deseo yo que sean los amores. En cambio, lo que hay –¡ay!– son amores perros, que son caninos no por los amores sino por las batallas del desamor más mordaz.
De esos hay tantos que se han vuelto cifra (miles de mujeres asesinadas por sus parejas), pan de cada día, costra. Engendros de un parto social lastimoso. Batallas que no claudican. Y están también aquellos pluriamores de la juventud destapada a la luz del internet, que practica entusiasta el sexo sin distinción, malabareando afectos, al borde de la cornisa. Allí se hace el amor tanto como el entretenimiento, la exploración, el trauma, el consuelo, el deseo, el aburrimiento. Y también la guerra. Pero hay otros, igualmente letales: los desamores en cámara lenta. Sabemos.
Y están también aquellos pluriamores de la juventud destapada a la luz del internet, que practica entusiasta el sexo sin distinción, malabareando afectos, al borde de la cornisa
De aquellos desamores frente al televisor ha sido testigo un fisgón de nombre Gerald Foos, propietario del motel Manor House en Denver, Colorado, que compartió su Diario de un voyeur con Gay Talese y dio lugar al libro El motel del voyeur (Alfaguara, 2016). Foos superó el mero placer del morbo sexual: fue un fisgón cabal, un curioso obsesivo del comportamiento humano en la cama que, cual antropólogo del sexo, anotó cuidadosa y placenteramente hasta los más mínimos detalles sabiendo que aquello dice mucho más de la sociedad que la propia sociología –ciertamente–. Foos lo sabía. El modo en que las personas se relacionan sexualmente describe cabalito a la colectividad que los parió. Dicho de otro modo: tu comportamiento sexual responde al molde de tus represiones o libertades. Trasladado esto a la cama: eres como follas. Cuerpo social, cuerpo sexual.
La cama, la tele
En el entretecho del motel Manor House, Gerald Foos instaló rejillas desde donde, a lo largo de décadas desde 1966, observó religiosamente lo que quiso y lo que pudo. Incluso –cuándo no– el asesinato de una mujer. Desde allí vio al zoológico completo: parejas, disparejas, jóvenes, adultas, lindas, feas, de todos los colores, dúos, tríos, homo, bi, lesbi, trans, obreros, desempleados, uniformados, oficinistas, hippies, pobretones, adinerados, tullidos, altos, bajos, gordos, flacos, rubios, morenos, gringos, latinos, aseados, sucios, glotones, vagos, violentos, lentos, veloces, rudos, blandengues, decididos, conformistas, autosuficientes, resignados, tramposos, curiosos, desconfiados, aburridos. Fogosos sí. Cariñosos pocos. Tiernas ellas, entre ellas.
He ahí una de las conclusiones de aquellas notas minuciosas que iniciaban con la descripción física de los personajes y terminaban con una resolución:
Conclusión: No deja de impresionarme lo cariñosas y amorosas que son las relaciones que veo por lo general entre lesbianas. Su comprensión, compasión y complacencia excede con mucho la relación entre hombres y mujeres. El sexo no es solo sexo, tanto da que sean hetero u homosexuales. Tiene más que ver con la manera en que se educa a los hombres en relación con su cuerpo, el tacto y la sensualidad, en comparación con la manera en que las mujeres aprenden a hacerlo. Lo de estas mujeres se podría resumir con la expresión “hacer el amor con” en lugar de “hacer el amor a”. Por desgracia, la mayoría de hombres que he observado se preocupa más por su propio placer que por el de las mujeres.
Conclusión: No deja de impresionarme lo cariñosas y amorosas que son las relaciones que veo por lo general entre lesbianas. Su comprensión, compasión y complacencia excede con mucho la relación entre hombres y mujeres.
Esa actitud masculina fastidiaba al voyeur, y no necesariamente porque fuese un tipo demasiado sensible sino porque ciertamente le privaba del placer de mirar la acción que buscaba encontrar; le privaba de participar él mismo del acto –amoroso o no–. Talese lo describe así: “A menudo Foos pasaba horas tenso e irritado al contemplar a gente que veía la televisión, sobre todo en el caso de parejas atractivas que, en lugar de mantener relaciones sexuales, se pasaban el rato discutiendo qué ver en la tele, mientras los hombres mantenían el control del mando a distancia y las mujeres, enfurruñadas, se enterraban bajo las mantas”. (Foos anota decenas de relaciones desalmadas –sin ajayu– cuyo centro no es la pareja, ni siquiera el sexo, sino el televisor).
Ya digo, Foos no era sólo un fisgón. Quizás esperaba que sus meticulosas anotaciones algún día aportasen a la patria del sexo costumbrista. Quizás eso mismo pensó Talese cuando aceptó editar antes que escribir el libro aquel. Porque si algo tiene El motel del voyeur es la valiosísima descripción de campo de la jungla en acción, sin saber sus actores que eran observados y que por tanto no debían posar ni sonreír cual felices parejas –como lo hacían en la recepción del motel antes de registrarse–.
Pasa la gata frente a mi ventana, sigilosa, se mueve como quiere. Se detiene y me mira largamente la muy perra.